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De esas semanas se me grabaron imágenes y
circunstancias a las que recurro, como si fuesen un arcón que conserva parte de
mi vida. Cuando estoy sola, y cierta tristeza me apena y roba el deseo, las
fotos que he visto en más de una ocasión hacen que persista en esos rostros, en
esos sitios. Le devuelven la vida y los traen al presente, como si estuvieran
fijados con una fuerza mayor a otras vivencias que hemos tenido. Y en esa
trampa de la memoria, que privilegia algunos sucesos por encima de otros,
también percibo que los altera en su repetición constante, y digo y escucho cosas
que, seguramente, no fueron dichas, y hago lo que hubiera querido hacer y no
hice. Nuestro pasado cuanto más vuelve sobre nosotros, más lo moldeamos según
nuestras necesidades y temores. Nunca es el mismo. Nunca es él, solo. El pasado
es un animal vivo.
Un día después, Ignacio dejó Reta. Creo que
en ese verano fuimos los últimos de ese grupo, armado fortuitamente, en
regresar a la ciudad, a ese símbolo de nuestro origen. Cuando cada uno ya
estaba en su sitio, al principio ocurrieron esporádicos encuentros, pero
nuestros lazos estaban limitados a ese espacio y aquel tiempo.
Las
estadías en el mar, ese lapso detenido, libre de lo que es el verdadero
registro de nuestras existencias y relaciones, fueron el carnaval de la vida,
que por sí mismo estaba destinado a durar un periodo breve y determinado. No
era su naturaleza extenderse más allá de ese periodo. Lo que sucedía fuera de
él, era lo que mantenía nuestro vivir, lo que nos hacía ser lo que somos; pero
el sabor de nuestras existencias provenía de aquellas situaciones, de aquella
dicha, en las que nos permitíamos pellizcarle a la vida algo de lo que en la
ciudad, bajo hábitos civilizados, se nos negaba. Aquí éramos seres que aceptábamos
la mendicidad, allá íbamos tras los prodigios.
Sentí que en nuestra existencia parecíamos
deambular entre un ciclo diurno y un ciclo nocturno, pero no sólo en lo que
concierne a estas situaciones, sino también en relación a decisiones que guardaban
significados trascendentes para nosotros y para aquellos que nos rodeaban.
Elegíamos con los ojos vendados, y nosotros mismos, en la mayoría de los casos,
éramos quienes ajustábamos la venda.
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