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Nunca me
explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber
amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la
habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus
caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el
otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los
tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche
anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse
temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el
comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.
Percibió mis
movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba
de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del
que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había
adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba
parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que
excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la
cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la
altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo
a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de
mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus
dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se
arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre
mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con
otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una
mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La
conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi
boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía
los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba
la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme,
mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos
y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se
aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos
entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.
Cuando se
cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó
sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando
los barrotes, se dedicó a gozar.
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