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Tengo la
imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se
ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el
agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una
sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la
construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos
detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve
al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene
algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de
nosotras mismas.
Esta escena no
llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con
los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que
vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire
que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente y
me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese
curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el
líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras
manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que
las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces
abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso
ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi
voluntad.
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