El palacio fue clausurado. Fue la última
orden que, se sabe, dio ese italiano próspero, don Benvenutto Anasagasti, en su
paso por esta vida. Algunos dicen que después de eso se encerró en esas amplias
salas, alimentándose por semanas y meses, con los restos del mejor banquete que
supo organizar. Y, posteriormente, con lo que crecía o merodeaba en la casona. Otros
relatos que llegan de esa época comentan que, absolutamente alterado, vagó por
las calles de Villa de Parque durante años, loco, enajenado, viviendo en la
intemperie en los meses más crudos, como en los del bochorno del verano. Y que
dormía con la cabeza apoyada en el descanso de la entrada de la abandonada
edificación de la calle Campana, vistiendo con su ropa hecha harapos,
confundido con un pordiosero.
Algo de esto puede explicar por qué durante
años se veían luces o se oían ruidos dentro del palacio. Aunque a semejanza de
otras leyendas, ésta también es confusa y cambiante. Algunos agregan, como
elemento del relato, al niño que se perdió cuando penetró solo en esa mansión, tras
una pelota que había caído adentro. Sus compañeros de juego no lo siguieron. El
palacio despertaba el temor de un cementerio por la noche, y excitaba la
imaginación de aquellos que se le acercaban a sabiendas de su pasado.
A Pedro lo animaron a entrar en la casa,
cubierta por malezas y árboles enormes, que se alzaban hasta la segunda y
tercera planta. Pedro, con lágrimas en los ojos, se animó y trepó por la pared
que da al frente, cercano a la vía del tren. Una vez arriba giró el rostro y
vio a sus amigos. Saltó y se introdujo en ese paisaje silvestre. Ellos vieron
su figura, adelgazándose a la distancia, avanzar por el jardín hasta que giró
por detrás de la construcción. Nunca se supo más de él. Los chicos lo esperaron
durante horas, hasta que cayó el sol y debieron regresar a sus casas. Pedro
había pateado la pelota y fue a buscarla. Él debía ser quien hiciera el
rescate. No se animaron a contárselo a la familia hasta el tercer día.
Por décadas, no importa el dueño que
circunstancialmente adquiriera el palacio
de los bichos, nadie fue capaz de ingresar en la cúpula que corona la edificación.
Por la escalera casi derruida, con agujeros donde penetra un pie, se llegaba a
la puerta de entrada. El olor a excrementos y un ruido ensordecedor, que crecía
con la cercanía humana, hacían dificultoso pasar ese obstáculo y entrar en
ella. Adentro, cientos de lechuzas parecían hacer presión sobre la puerta y no
permitir que nadie transgrediera ese ámbito. Se llegó a rumorear que el viejo
Anasagasti, ya anciano, se dejó morir ahí arriba, y que su cuerpo fue comido
por estas aves, que se los disputaban con las ratas y otras alimañas, para
sobrevivir en ese páramo instalado en las alturas.
Las lechuzas, muchos años después del
accidente, fueron extinguiéndose en la zona. Sólo quedaron algunos murciélagos
propios de los árboles de la zona del ferrocarril y de las antiguas
construcciones del barrio. O tal vez eran los edificios, que traían sus propios
fantasmas. Una fuente de energía los invitaba y guiaba hacia el palacio,
dilecto lugar de reunión de lo extraño y numinoso.
Después de la tragedia, mucha gente lo habitó,
pero aún hay quienes dicen que cuando se acerca la fecha del casamiento se ve a
Margarita Anasagasti, con su vestido de novia, paseándose por el torreón, con
la vista perdida hacia el oeste, y que, al sonido del primer tren que se
acerca, una mueca de terror le gana el rostro. Algunos murmuran que en los
aniversarios del día de la boda, los espectros de los recién casados andan por
las vías, a horas de la madrugada, como buscando algo perdido, algo que no
encuentran, ni jamás ha sido observado por un ser vivo.
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