Esa falta de acuerdo con Marga duró varios días. Nos encontrábamos en la cocina, preparando algo, o nos íbamos al comedor para ver alguna película y, de improviso, el tema regresaba para instalarse entre ambas. No entendí bien por qué esto se hacía carne en ella. Su obsesión por discutir mis ideas, no era una característica que le conociera. Sospecho que el conflicto estaba en la situación de su hermano mayor, a quien en parte admiraba pero que, extrañamente, siempre que tenía la oportunidad, enfrentaba a la vista de los otros. Debía ser la única persona hacia quien demostraba algún afán de competencia.
Omar era un hombre inteligente y emprendedor, que se había casado joven y que ahora, con dos hijos y una mujer satisfecha de su rutina, parecía encontrarle cierto gusto a la vida, que no estaba en consonancia con lo que su familia aguardaba de él para sus treinta y pico de años. A Marga, en apariencia, en esa coyuntura le había caído con agrado el papel de censora y de jueza, en el que se había instalado. Un rol que no era propio de su personalidad, pero que ella aún no había discutido lo suficiente consigo misma.
No iba a ser yo quien la hiciera entender lo errado de su visión. Sólo debía hablarle desde lo que me trasmitía el presente de su hermano, en ese hogar, con una mujer que parecía haber colmado su misión en esta vida con la crianza de dos niños, y que no expresaba ningún inconformismo, ni ambición, por menor que éste fuera. Agustina no era la pobre víctima que Marga y su madre se esmeraban en presentar. No era culpable, ni víctima, sino que compartía responsabilidades con Omar; pero en esa matemática de la pareja, ella era la que no daba señales de vida. Y es normal que aquél que si las da, no se quede de brazos cruzados.
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