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Observo a muchas mujeres que hablan y se conducen
como si el sueño de ellas fuera transformarse en un hombre; para otras, eso es
una pesadilla. Nosotras sólo deseamos ser lo que somos, en cada acto, con la
mayor autenticidad.
Se deberían interrogar ante un espejo,
desnudarse ante él y preguntarse diariamente: ¿Cómo hago para qué no me roben la vida? ¿Para qué los
deseos de los otros no se transformen en mis deseos, para qué las metas de los
demás no sean mis metas? Aunque éstas son cuestiones, por cierto, que nos hacen
a todos, no sólo a nosotras. Las diferencias y la necesidad de afirmarse en uno
mismo, están en todos los seres humanos, sin distinciones. La elección siempre
es personal y debe estar acompañada de la energía suficiente para la lucha, el
enfrentamiento, si desea adquirir vida.
Necesitamos sentirnos bien como somos y para
eso debemos aceptarnos realmente. Algo que no es tan fácil como se pretende,
porque también nosotras estamos marcadas por valores sociales agresivos a
nuestra naturaleza, pero que se han fijado a fuego desde la infancia, y en su
movimiento represivo nos conducen a la asfixia. Ésas son las primeras ataduras
y cárceles de las que tenemos que liberarnos si anhelamos la aceptación de los
otros.
Sé –por haberlo leído o escuchado alguna vez–
que lo que se expresa apenas roza la esencia. Si está bien dicho, será una flor,
un fruto, que nos haga olvidar de la raíz y del tallo que le dan la vida. Si
esto no es así, si decaemos en la palabra, un vacío mayor permanecerá en
nosotros y en quienes nos acompañen. Vamos tras lo que se filtra
subrepticiamente por debajo de lo dicho.
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