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Hay cosas que me han sucedido una vez y que,
difícilmente, se repitan con esa intensidad: La primera ocasión en que mi mano
te rozó y supo que podía acariciar ese cuerpo, distraerse en él sin que nada lo
limitara, cómo se erizó mi piel esa tarde cuando tus uñas recorrieron mi
espalda, sorpresivas y dañinas, sin contemplación. Mi respiración no será la
misma, ni tu boca se humedecerá en mi sexo como en esa noche si otro sexo la deseara.
Ésas y otras vivencias permanecerán en mi pasado, perturbándolo a su gusto.
Habrá ocasiones en que aparecerán como un bálsamo, un acicate a fantasías que
la realidad recibe de mala gana, tratándolas como hijas de otro dominio. Pero
reanudarán su camino y estarán allí.
A veces
tengo la impresión de que antes éramos más felices, de que antes siempre fuimos
más felices. Sé que es una impresión falsa. Debe nacer en cierta debilidad que
ahora me acompaña; cuando esa sensación llega, se instala y no sé cómo hacerla
a un lado.
No soy la única persona a la que le sucede
esto. Es algo compartido con la mayoría de los seres humanos. Los niños y los
adolescentes parecen ser los exceptuados. Unos están aún a ciegas y a los otros
los lleva el frenesí inicial, que se va gastando al cabo de los días, de los
meses, de los años. Pero la juventud también sabe de ese dejo de vida, de esa
melancolía que fluye como un río, que es agua de un lago profundo y cristalino,
que atraviesa, penetra y separa nuestra existencia y nos hace frágiles.
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