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Después de la sorpresa de ese despertar, por varias semanas vivimos
cierto frenesí sexual que cada día era mayor. Visto desde afuera, daba la
impresión de que no podíamos estar juntas sin besarnos, ni acariciarnos, sin
desear que nuestros cuerpos se entregaran al placer con una intensidad renovada.
Una de esas
noches fuimos a un cumpleaños. Nos costó disimular ese fuego desde las primeras
horas. Habíamos bebido algo de más. Marga se subió a mis piernas y empezó a
besarme. Percibí que a nuestro alrededor se extrañaban de nuestro
comportamiento, pero no era capaz de separarla de mí, menos de insinuarle algo
que la afectara. Sus manos intentaron
abrirse dentro de mi blusa, cuando sentí un chirlo en mis piernas que me
disuadió a seguir. Tomé su mano, la besé y le pedí que me alcanzara el vaso. Reaccioné
gracias a ese gesto de una amiga y comencé a dialogar con los otros invitados.
Por suerte fui capaz de enfriar el momento, sino hubiéramos terminado, tempranamente,
enredadas entre las sábanas del dormitorio de Laura, bajo la mirada cómplice de
algunas y la sorpresa del resto.
Cuando al final de la velada retornamos a
Villa del Parque, entramos a nuestra habitación contentas de estar juntas. Llevábamos
copas en las manos y una botella. Entre caricias, nos desnudamos una a la otra.
Ahí fue que toque algo raro, algo que en ese estado no me permití apreciar, más
allá de saber que estaba palpando una diferencia en un cuerpo para mí perfecto
y que ahora, por razones que desconocía, se veía invadido por una forma ajena.
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