Nosotras
1
Marga me habla de un sueño. Un sueño
recurrente que la persigue desde la adolescencia y la juventud. Me comenta, en
tono de confesión, que incluso la perturbó estando conmigo. Señala que algunas
mañanas se despertó rara por causa de esa historia que la visita cada tanto y que
no la suelta. No quiere otorgarle otra explicación que la que le daría a una
rutina diurna, que la invade y sobre la que no tiene poder. Pero algo en ese
sueño no permite que ella, o que yo, seamos ingenuas y que nos resguardemos en
el silencio. Nos incita a hablar. El sueño de una persona, sea parte de la
dicha o sea una pesadilla, no concluye en quien le da vida, alcanza a los
otros.
Sin
evitarla, sin saber cómo hacerlo, esa escena del sueño le habla sobre hechos
que ella no reconoce en su pasado, pero sabemos que algo que nace en él se
manifiesta y se resiste a ceder. La escucho y, como si yo también fuera presa
de una magia que nos supera, tengo la sensación de haberla oído en otras
ocasiones narrarme el episodio. Una historia. La escena de un cuento se abre ante
mí:
– Contemplo mi cuerpo. Nada oculta mi
presencia para mis ojos. Recuerdo el placer, el íntimo placer que esto me da.
Observo mis largos cabellos caer sobre la espalda. Sufro al pensar en
cortarlos. Mamá a veces amenaza con atacar con el doble filo de las tijeras
sobre ellos. Murmura, otras veces grita, o sólo habla a medias, acerca del
tiempo que pierdo en ellos. Dice que les dedico más del que merecen. Quiere
reducirlos a una dócil y vergonzante melena. En cada oportunidad que se viene
con eso, me quedo en silencio un largo rato, sin saber hacia dónde escapar y,
menos aún, qué responder en mi defensa. Estoy aterrorizada con que eso, en
verdad, pueda ocurrir. Imagino mi cabeza mutilada por esas tijeras de un gris
metal, otras negras, que me persiguen en sueños por toda la habitación. Me
canso de huir, caigo al piso y saltan sobre mí; yo estoy abajo, lloriqueando,
sudada, no respetan mi congoja ni mis ruegos.
Mi
madre sabe muy bien cómo sufro por sus juegos pero, siempre que tiene la
ocasión, vuelve con deleite a ellos. Algunas veces después de inquietarme, se
presenta arrepentida, pasa por detrás de mí y con su mano poderosa agita a
gusto mi flequillo de adolescente. Ríe, ríe muy tontamente, como una boba, y yo
siento un gran alivio en mi panza y dejo que la maldita leche pase por la
garganta.
Entonces
calla. Cesa de hablarme y se hace un nudo con el cuerpo, hasta que yo comienzo
a acariciarla por la espalda, le tomo las manos por detrás, las que ha enlazado
y que me cuesta ir separando, y le hago un sitio a mis dedos, que también
quieren ser parte de ese cuerpo. Percibo que tiembla, y la beso y continuó
acariciando, hasta que se abre y gira hacia mí, y comenzamos a amarnos.
2
Por un lado
van nuestras nociones del bien y del mal, lo que tomamos de la educación que
nos ofrecieron nuestros padres, de los modelos que observamos y que fueron
conformando nuestra imagen del mundo, nuestros juicios hacia cada acto, idea o
aspiración; pero está la otra senda, camino tortuoso de una potencia
incontenible. Es la vía del instinto, la que nos lleva hacia el mundo natural,
que nos recuerda que somos parte de una especie que alienta su pervivencia en
el tiempo, sin prestarle oídos a otro llamado que no sea el de la vida, en su
sentido más primario e inmediato. Esto nos conduce, la mayoría de las veces, a
situaciones donde a la mesa le falta una pata. Es inevitable, pero es parte del
juego al que estamos entregados.
He conocido mesas
que dan la impresión de que les falta con predecible regularidad esa pata, y lo
que hace equilibrio en forma constante culmina, previsiblemente, en el piso,
sin solución. La suerte ya les ha fijado un rumbo. Por mucho que se reniegue de
él, el destino toma a su tiempo las riendas.
La fortuna
puede hacer que en nuestra existencia aparezca un ser que exhiba aquello de lo
que sólo teníamos alguna sospecha, una vaga intuición. Y en un estado semejante
a la gracia –lo que habitualmente denominamos enamoramiento– nos entregamos a la pasión. Nuestro carácter se
desnuda de disfraces y los decorados caen como mala escenografía. Sentimos que ese
ser realiza nuestra existencia. Un líquido va penetrando en los intersticios
más pequeños, así como en los sitios más expuestos. Y con él, junto al brío, a
la agitación, nos recorre una paz que no conocíamos. Eso es haber alcanzado el
destino y estar. Estar, simplemente estar. Ser.
Marga en su juventud aún luchaba con
distintas ideas. En una oportunidad me dijo que el mundo, en su organización,
no era complejo, sino complicado; que no era difícil, su característica no era
la dificultad, sino que era arduo, mezquino y tramposo.
Cada
instante, para cada uno de los que lo viven, es distinto, aunque se lo comparta.
Ella estaba dando sus primeros pasos en varias direcciones. La encontré en esa
etapa de su vida y, de alguna manera, debía amoldarme a sus movimientos. Aún
cuando el camino que recorriera fuera semejante al que yo había realizado
tiempo atrás, sólo era similar; el de ella era el de otra persona, más allá de
lo que teníamos en común, más allá de lo que nos unía. Era visceralmente un
camino distinto. Era el mismo camino y era otro. Era el camino de Marga, antes
que el de Leda y Marga.
3
Observo a muchas mujeres que hablan y se conducen
como si el sueño de ellas fuera transformarse en un hombre; para otras, eso es
una pesadilla. Nosotras sólo deseamos ser lo que somos, en cada acto, con la
mayor autenticidad.
Se deberían interrogar ante un espejo,
desnudarse ante él y preguntarse diariamente: ¿Cómo hago para qué no me roben la vida? ¿Para qué los
deseos de los otros no se transformen en mis deseos, para qué las metas de los
demás no sean mis metas? Aunque éstas son cuestiones, por cierto, que nos hacen
a todos, no sólo a nosotras. Las diferencias y la necesidad de afirmarse en uno
mismo, están en todos los seres humanos, sin distinciones. La elección siempre
es personal y debe estar acompañada de la energía suficiente para la lucha, el
enfrentamiento, si desea adquirir vida.
Necesitamos sentirnos bien como somos y para
eso debemos aceptarnos realmente. Algo que no es tan fácil como se pretende,
porque también nosotras estamos marcadas por valores sociales agresivos a
nuestra naturaleza, pero que se han fijado a fuego desde la infancia, y en su
movimiento represivo nos conducen a la asfixia. Ésas son las primeras ataduras
y cárceles de las que tenemos que liberarnos si anhelamos la aceptación de los
otros.
Sé –por haberlo leído o escuchado alguna vez–
que lo que se expresa apenas roza la esencia. Si está bien dicho, será una flor,
un fruto, que nos haga olvidar de la raíz y del tallo que le dan la vida. Si
esto no es así, si decaemos en la palabra, un vacío mayor permanecerá en
nosotros y en quienes nos acompañen. Vamos tras lo que se filtra
subrepticiamente por debajo de lo dicho.
4
Hay cosas que me han sucedido una vez y que,
difícilmente, se repitan con esa intensidad: La primera ocasión en que mi mano
te rozó y supo que podía acariciar ese cuerpo, distraerse en él sin que nada lo
limitara, cómo se erizó mi piel esa tarde cuando tus uñas recorrieron mi
espalda, sorpresivas y dañinas, sin contemplación. Mi respiración no será la
misma, ni tu boca se humedecerá en mi sexo como en esa noche si otro sexo la deseara.
Ésas y otras vivencias permanecerán en mi pasado, perturbándolo a su gusto.
Habrá ocasiones en que aparecerán como un bálsamo, un acicate a fantasías que
la realidad recibe de mala gana, tratándolas como hijas de otro dominio. Pero
reanudarán su camino y estarán allí.
A veces
tengo la impresión de que antes éramos más felices, de que antes siempre fuimos
más felices. Sé que es una impresión falsa. Debe nacer en cierta debilidad que
ahora me acompaña; cuando esa sensación llega, se instala y no sé cómo hacerla
a un lado.
No soy la única persona a la que le sucede
esto. Es algo compartido con la mayoría de los seres humanos. Los niños y los
adolescentes parecen ser los exceptuados. Unos están aún a ciegas y a los otros
los lleva el frenesí inicial, que se va gastando al cabo de los días, de los
meses, de los años. Pero la juventud también sabe de ese dejo de vida, de esa
melancolía que fluye como un río, que es agua de un lago profundo y cristalino,
que atraviesa, penetra y separa nuestra existencia y nos hace frágiles.
La
catástrofe somos nosotros, pero no es la idea o la impresión con la que deseo
quedarme. Entramos al mundo del sexo a tientas, a oscuras, y cuando se enciende
la luz es porque la fiesta está pronta a acabarse. Es como si nos invitaran al
final de una reunión, donde han sido convocados quienes conocíamos y quienes
nos eran extraños, y al término de la misma no recordamos los nombres, ni los
cuerpos, de unos, ni de otros. Y nuestro propio cuerpo se precipita, se derrama
transfigurado en un vino oscuro y nuestros ojos permanecen fijos hacia un sol
que nos encandila.
5
Tenía la impresión de que el mundo andaba bien, que las cosas estaban en
su lugar, que el día de mañana era previsible, que su certeza se mantenía
gracias a la solidez de un orden antiguo. Me enteré tarde de que uno no sólo no
conoce, sino que tampoco imagina el verdadero tramado de la realidad.
Hay seres que con su presencia o con su ausencia, nos
acompañarán el resto de los que nos queda de vida. Sabía que con Marga era así,
desde siempre.
Me anima la seguridad de que si miro hacia atrás y
contemplo lo nuestro, esa visión no me llevará a decir que fue un error, como sobre
tantas historias es lo único que me viene a la boca. Diré que lo nuestro fue un
hallazgo. Y lo repetiré, con el paso
de los días, con mayor intensidad.
Cada casa es
un mundo. Las parejas pueden mantenerse en el tiempo, en esencia, por dos
motivos; ambos están por encima de los otros. Un intenso amor, que supera día a
día las diferencias, o un formidable odio y rencor, que se hizo con lo que era ese
amor y lo mutó en un caldero. Cada una de estas pasiones puede ligar a las personas
hasta exhibir lo mejor o lo peor de cada una de ellas, sin que en esa locura
ninguna sea consciente de lo que siente hacia la otra, ni de lo que le sucede.
Pero lo nuestro deshizo ese molde.
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