El castillo de los bichos
1
Recuerdo la primera noche que me acompañó a
casa.
Recién haría dos o tres meses desde que había
decido dejar mi departamento y trasladarme a la antigua casona de mis padres.
Ellos habían fallecido en un accidente viniendo por la ruta 9, luego de unas
vacaciones en Córdoba. Heredera y única hija, tuve que enfrentarme a los peores
trámites en el momento más difícil. Pero no es de este dolor del que vengo a
hablarles. La casa estuvo vacía largos meses, hasta que decidí el regreso a
ella. Entre sus paredes sentí que ellos iban a estar más cerca de mí, de lo que
yo había sido y de lo que era.
Si bien en los últimos años me mostré algo
distante, siempre consideré la presencia de ambos esencial para mi vida. Las
decisiones trascendentes, tanto si eran sobre mis afectos o si estaban
referidas a mi carrera, las conversaba con ellos.
No digo que sus opiniones –esa visión que
ahora aprecio más cercana a la mía– no me interesaran; pero eso no era lo decisivo.
Al fin, yo procedía según lo que entendía correcto, haciendo a un lado lo que
me dijera el mundo. La clave era la compañía de ellos. Ese estar juntos era más
que una guía, que un manual de conducta, eso que desde aquel accidente se extravió
para siempre. Lo que extrañaba y me hacía falta, lo que sabía que nada lo remediaría
jamás.
Esa noche, Marga estaba conmigo. De alguna manera
aún era una niña, apenas pasaba los veinte años y en algunos gestos conservaba
un aire colegial. Era una noche de invierno, fría y ventosa. Había ido con el
auto, que recién me habían entregado esa semana, y se me ocurrió que, antes de
dirigirnos a la casa, realizáramos un breve recorrido por aquellas
construcciones, que para mí eran las más pintorescas y atractivas de Villa del
Parque. Veníamos del centro y fui contándole lo que sabía sobre Agronomía,
sobre el viejo Club Comunicaciones, sobre los antiguos bailes de carnaval,
hasta que con el coche tomé por Cuenca. La arteria principal de mi barrio
descansaba bajo sus árboles que, aún pobres en follaje, debido a la estación en
la que estábamos, cerraban la vista hacia las alturas, allí donde comenzaban
las casas de alto, por encima de los locales de la zona comercial. Ese diseño
urbano distinto a otros, siempre me había resultado una nota singular, que distinguía
a Villa del Parque del resto de los barrios y de otras zonas de la ciudad,
crecidas a otro ritmo desde los años de mi niñez y juventud.
Di una extraña vuelta y paré frente a la
estación del ferrocarril San Martín. Marga me comentó que nunca había estado por
acá. Ella era de zona Norte, y parecía que sus mayores travesías pasaban por
Avenida Cabildo y los viajes al centro, viajes en la mayoría de las ocasiones
por estudio o debido a su sistemática visita semanal a las exposiciones, sin
que importara el artista, la corriente o la técnica. Ella debía estar en los
estrenos, en las inauguraciones. Ver todo lo que había para ver. No quería
perderse la novedad, ni la historia. Hábito que la llevó a conocer más que a muchos
de nosotros juntos.
Salí
de Cuenca y giré por Tinogasta, para después de unas vueltas retomar por Pedro
Lozano. Quería llegar ahí. Estar en ese sitio, aunque no tenía claro el motivo.
Detuve el coche frente a la estación, en el cordón de la Parroquia Santa
Ana, frente a los locales que se desperdigaban a continuación de las
instalaciones de la estación de trenes. No sé por qué le empecé a contar de mis
domingos en la escuela, de la catequista, de los conciertos con los coros que
venían de otros colegios, de otras parroquias.
En un instante callé, vi que me miraba. Nada
de eso le interesaba, ése nunca había sido su mundo y hacía tiempo que tampoco
era el mío. Pero los pocos años que nos separaban y la historia personal, creaban
esa diferencia. Se me ocurrió hablarle de la fachada, de lo bien conservada que
estaba gracias a los trabajos constantes de restauración y mantenimiento, de
las graderías y del atrio, de esa arquitectura sagrada que enmudecía ante
nosotras. Entonces, con energía, exclamó:
– ¡Todas las iglesias son iguales! Ves una y
viste todas. –Respiró hondo y dio a mover las
manos, con rápidos ademanes. Estaba alterada.– Nunca les encontré algo llamativo, cuando entré a la primera sentí que
había ingresado a todas. Desde ese momento, ninguna me sorprendió ni despertó
mi interés.
Calló y me observó. Duró un instante y me
aproximé. Fue la primera vez que la besé a gusto. Nadie nos limitaba. Sólo vi a
un grupo de chicos que, por sus bolsos y ropa de gimnasia, parecían regresar de
un partido de fútbol. Iban a varios metros. La besé suavemente, cada vez con
mayor intensidad. Se recostó sobre su asiento. Recuerdo que me separé para
contemplarla. Adivinaba sus formas en la oscuridad, mientras mis manos
descubrían su cuerpo y su boca, que se abría a mi lengua y al ímpetu de mi
cuerpo que buscaba el suyo.
Encendí el auto, le arreglé el cabello. Percibí
su agitación. Decidí que era el momento de que fuéramos hacia mi casa. Era
tarde y la deseaba. Pero no quise dejar de mostrarle lo que de alguna manera
daba mayor prestigio a nuestro barrio, y seguí por Lozano hasta el cruce de
barreras de Campana. Giré el auto y lo estacioné frente a lo que desde pequeña
había oído llamar la casa embrujada, el
palacio de los bichos.
Le tomé una mano. Se hundió algo más en el
asiento. Creyó que volvería a besarla. Le pasé mi mano sobre el rostro y, aún
con la baja temperatura que hacía afuera, le dije que saliéramos, que tenía una
historia que contarle. Descendimos, me tomó del brazo y se apretó a mi cuerpo.
Por la hora y el frío, no había nadie merodeando.
2
Recuerdo que con mis compañeros de la
primaria, la mayoría de las veces, íbamos a las corridas hasta la puerta de ese
palacio en forma de castillo, con cuatro pisos que culminaban en un torreón y
una cúpula. Esa fachada, las paredes del interior y parte de la estructura, han
sido modificadas en más de una oportunidad. Cuando el ingeniero Muñoz González
–según cuenta la historia– lo terminó de construir, nadie sabe decir por qué
motivo, le dio un decorado extraño, con seres fantásticos pintados sobre los
muros y el paredón, que semejaban gárgolas, animales y otras fantasmagorías de
una procedencia acorde a lo que, posteriormente, caracterizó a ese lugar.
La única vez que logré ver su interior, fue a
causa de una anciana que abrió de golpe la puerta de madera que lo preservaba a
nuestros ojos, y vi hacia adentro. Una estatua de dragón, con un ojo de vidrio
coloreado, me observó desde el descanso de la escalera. Giré el rostro y caminé
cada vez más rápido hacia la esquina. No entiendo por qué me asusté tanto, el
portazo me hizo saltar en el aire, y todos salimos a la disparada.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX,
nuestro país era otro con respecto al que fue en tiempos de las guerras civiles
y de la independencia, así como del que hace décadas se obstina en ir transformándose.
Más de la mitad de sus habitantes eran extranjeros o hijos de inmigrantes, que
vivían y confiaban en el trabajo y en el progreso. Era común que muchas de las
fortunas surgidas aquí rivalizaran con las europeas, y que los viajes de los
argentinos se esperaran con entusiasmo en el viejo continente. Hablo de un
periodo que engendró tantos aciertos como errores, y que nos fue constituyendo
como esta nación que somos.
En esa época, por este barrio, habitaba un
italiano, del que no sé si me llegó correctamente el nombre, pero bien pudo
haber sido Benvenutto Anasagasti. Era un próspero inversor que en pocos años
logró importantes ganancias, debido a sus negocios con la bolsa y el campo.
Habituado a su buena suerte, esa confianza lo inclinaba a lo que él denominaba pensar en grande. Esta inclinación lo
llevó a albergar su mayor ambición. Cuando su única hija, Margarita Anasagasti,
alcanzó la edad que él consideraba apropiada para que fuese desposada –con la
habilidad que lo caracterizaba en las transacciones comerciales– entendió que
debía presentarle un reducido número de pretendientes, de los cuales el que se
adelantara al resto lograría el corazón de la joven.
Una vez resuelta la justa, don Anasagasti, íntimo
de Evaristo Ortiz del Campo, padre del flamante doctor en leyes, no tuvo
inconvenientes en arreglar lo concerniente a los esponsales que unirían de por
vida a los enamorados. Estos se realizarían en el mes de octubre, el último fin
de semana del mes, y la fiesta tendría lugar en la residencia que años después
sería denominada el palacio de los bichos.
Dos versiones tratan y alteran el por qué de
la existencia de ese castillo en relación al casamiento. Una de ellas dice que
Don Benvenutto lo mandó a construir como dote de su querida y futura heredera,
otra dice que era su casa y que se usó porque de algún modo quería exhibir
socialmente su poderío ante los nuevos parientes y las amistades que
concurrirían a la mansión. A esa fiesta, de alguna manera, le correspondía, por
naturaleza, transformarse en un espectáculo social. A diferencia de la familia
Ortiz del Campo, a los Anasagasti les sobraba dinero, pero les faltaba eso que
se llama alcurnia. No eran parte de la sociedad a la que anhelaban integrarse.
Tampoco concuerdan estos relatos sobre si los
recién casados partieron con destino de viaje de bodas o si finalizada la
reunión, el viaje era, simplemente, con dirección a la que debió ser su nueva
casa. Ya nadie queda a quien interrogar y sólo restan preguntas que no hallarán
respuesta.
3
Por lo que a mi abuelo le contó su padre, la
noche no invitaba a nada. El día había sido lluvioso y la tormenta no amainó
hasta después de los sucesos. El tiempo había hecho que Don Anasagasti tuviera
que modificar algunos planes para la gran fiesta que iba a brindar en honor a
la flor de su vida, su amada Margarita. Pero las salas y dependencias del
palacio podían albergar sin inconvenientes a los selectos invitados que asistirían
al banquete.
Se hace difícil el relato de la fiesta. Sólo
nos queda imaginarnos las conversaciones, los entretenimientos, la orquesta
ejecutando la música de aquel tiempo, los jóvenes y los mayores haciendo, en
cada grupo, de las suyas; con un dejo de libertad los primeros, con mayores
pretensiones los segundos. Los seres humanos no hemos variado demasiado en
nuestros hábitos al momento de la diversión. Sólo agregamos un disfraz sobre
otro disfraz, una máscara sobre otra máscara. Dejamos la de ayer y tomamos la
de hoy, y cada máscara, cada disfraz, nos parecen nuevos.
Algo hizo, sin embargo, que las voces de esa
noche continuaran escuchándose.
Cuando los novios estaban por partir, un
poderoso destello cayó sobre el para-rayos de la cúpula, hizo tambalear la casa
y enmudeció por un instante a todos los concurrentes. Luego de eso, la orquesta
retomó el ritmo mientras la lluvia arreciaba fuera de la casa. El temor o un
presentimiento hicieron que el padre –sin ser consciente de lo que animaba sus
actos– intentara impedir que la pareja se retirara de la fiesta. Quiso
detenerlos, que permanecieran en la mansión. Era cuestión de aguardar un cuarto
de hora, tal vez algo más, no demasiado. Pero la algarabía que agitaba el humor
de los que festejaban a gritos, en medio de abrazos y brindis, los valses que
no cesaban de oírse, no le permitió a don Benvenutto sujetar el brazo de su
hija y hacerla a su lado, al menos por algunos minutos más, por esos instantes
que hicieron falta.
Alguien
por allí bromeó fuerte:
– ¡Don Anasagasti, ya no es suya! ¡Déjela ir,
hombre! –a lo que el italiano frunció el ceño,
pero no tuvo más opción que abrir sus manos y soltarla. La besó en la mejilla y
la trajo nuevamente hacia él, la abrazó con fuerza y luego los vio salir,
cubiertos por los sirvientes. El agua caía como si fuera un torrente desbocado
que se hacía camino sobre el barrio. Así arrancó el coche hacia las vías del
tren, apenas divisando el destino y el cruce de barreras.
Los invitados, rápidamente, ascendieron junto
a la familia hacia los pisos altos, cada uno donde podía, apretujados en los
balcones que daban hacia el exterior del palacio. Nadie deseaba perderse el
espectáculo de la partida. Sacaron sus pañuelos, las damas lloraban con una
pasión que se sospechaba extinguida, los caballeros reían mientras continuaban
bebiendo y se palmeaban los hombros y la espalda. Llevados por el alcohol, la
música y el baile, esa masa humana se había convertido en una fraternidad prolongaba
por el lapso que durara la fiesta. Todos observaban hacia el mismo sitio,
saludando, agitándose, moviéndose en la embriaguez de un solo cuerpo. Pero
nadie previó lo que sucedería, la tragedia que estaba en el aire.
Se oyó un ruido seco y profundo, un ruido de
caverna. Y la imagen fue un centello de luz que ilumina a todos y calla. Una
formación que venía desde el interior, con destino Retiro, atropelló el carruaje
nupcial que transportaba a los novios. Los tomó por el medio del coche,
despedazando los cuerpos y arrastrando los caballos, animales salvajes que
gemían como bestias. Alguno pudo zafar; enloquecido, huyó a la carrera.
Fue una
escena terrible contemplada desde las alturas del palacio por esa gente que un
instante antes levantaba sus brazos y pañuelos, vivando en la despedida a la
joven pareja.
La formación, debido a la velocidad que
traía, se detuvo recién cientos de metros adelante, sobrepasando la estación de
Villa del Parque, con dirección a La Paternal. Sobre la máquina quedaban restos de
ropa, sangre, y el horror que se había instalado entre los pasajeros que
regresaban a la ciudad, luego de un viaje de negocios o descanso.
Don Anasagasti cayó sobre la alfombra que
había hecho traer de Flandes, con una mano sobre la cara y un gesto de espanto,
que fue recordado por meses o años entre los que se encontraban a su lado.
Ante la desgracia mayor, nadie percibió que
la madre de Margarita, la señora Epifanía Della Bianca, ascendió en silencio
hacia el torreón del palacio. Desde esa altura se dejó caer hacia el patio
interno, golpeó una pierna contra un árbol y dio con la cabeza contra el pasto.
Un alarido acompañó el descenso. El cuerpo continuó moviéndose por minutos; se
agitaba con la boca abierta, rodeado de aquellos invitados que, inicialmente,
intentaron auxiliarla. Doña Epifanía murió el mismo día que su hija se casaba y
era atropellada por un tren.
4
El palacio fue clausurado. Fue la última
orden que, se sabe, dio ese italiano próspero, don Benvenutto Anasagasti, en su
paso por esta vida. Algunos dicen que después de eso se encerró en esas amplias
salas, alimentándose por semanas y meses, con los restos del mejor banquete que
supo organizar. Y, posteriormente, con lo que crecía o merodeaba en la casona. Otros
relatos que llegan de esa época comentan que, absolutamente alterado, vagó por
las calles de Villa de Parque durante años, loco, enajenado, viviendo en la
intemperie en los meses más crudos, como en los del bochorno del verano. Y que
dormía con la cabeza apoyada en el descanso de la entrada de la abandonada
edificación de la calle Campana, vistiendo con su ropa hecha harapos,
confundido con un pordiosero.
Algo de esto puede explicar por qué durante
años se veían luces o se oían ruidos dentro del palacio. Aunque a semejanza de
otras leyendas, ésta también es confusa y cambiante. Algunos agregan, como
elemento del relato, al niño que se perdió cuando penetró solo en esa mansión, tras
una pelota que había caído adentro. Sus compañeros de juego no lo siguieron. El
palacio despertaba el temor de un cementerio por la noche, y excitaba la
imaginación de aquellos que se le acercaban a sabiendas de su pasado.
A Pedro lo animaron a entrar en la casa,
cubierta por malezas y árboles enormes, que se alzaban hasta la segunda y
tercera planta. Pedro, con lágrimas en los ojos, se animó y trepó por la pared
que da al frente, cercano a la vía del tren. Una vez arriba giró el rostro y
vio a sus amigos. Saltó y se introdujo en ese paisaje silvestre. Ellos vieron
su figura, adelgazándose a la distancia, avanzar por el jardín hasta que giró
por detrás de la construcción. Nunca se supo más de él. Los chicos lo esperaron
durante horas, hasta que cayó el sol y debieron regresar a sus casas. Pedro
había pateado la pelota y fue a buscarla. Él debía ser quien hiciera el
rescate. No se animaron a contárselo a la familia hasta el tercer día.
Por décadas, no importa el dueño que
circunstancialmente adquiriera el palacio
de los bichos, nadie fue capaz de ingresar en la cúpula que corona la edificación.
Por la escalera casi derruida, con agujeros donde penetra un pie, se llegaba a
la puerta de entrada. El olor a excrementos y un ruido ensordecedor, que crecía
con la cercanía humana, hacían dificultoso pasar ese obstáculo y entrar en
ella. Adentro, cientos de lechuzas parecían hacer presión sobre la puerta y no
permitir que nadie transgrediera ese ámbito. Se llegó a rumorear que el viejo
Anasagasti, ya anciano, se dejó morir ahí arriba, y que su cuerpo fue comido
por estas aves, que se los disputaban con las ratas y otras alimañas, para
sobrevivir en ese páramo instalado en las alturas.
Las lechuzas, muchos años después del
accidente, fueron extinguiéndose en la zona. Sólo quedaron algunos murciélagos
propios de los árboles de la zona del ferrocarril y de las antiguas
construcciones del barrio. O tal vez eran los edificios, que traían sus propios
fantasmas. Una fuente de energía los invitaba y guiaba hacia el palacio,
dilecto lugar de reunión de lo extraño y numinoso.
Después de la tragedia, mucha gente lo habitó,
pero aún hay quienes dicen que cuando se acerca la fecha del casamiento se ve a
Margarita Anasagasti, con su vestido de novia, paseándose por el torreón, con
la vista perdida hacia el oeste, y que, al sonido del primer tren que se
acerca, una mueca de terror le gana el rostro. Algunos murmuran que en los
aniversarios del día de la boda, los espectros de los recién casados andan por
las vías, a horas de la madrugada, como buscando algo perdido, algo que no
encuentran ni jamás ha sido observado por un ser vivo.
5
Le fui contando esas historias, mientras el
frío de la madrugada nos congelaba. Y por instinto, nos abrazamos; buscábamos
conservar ese calor que se esfumaba con la noche, queríamos estar juntas.
Paradas en la vereda, estábamos a pocas cuadras de mi casa, expuestas a la
mirada del mundo, de alguna luz que encendiera una ventana, de un auto o tren
que batiera el silencio; pero yo no prestaba atención. Lo mío era la alegría,
una felicidad que nos habitaba. La alegría de que ella estuviera a mi lado, por
esos pasajes, a esa altura de la noche, en ése que era mi barrio, al que había
regresado hace pocos meses y en el que ahora paseaba en esa nostalgia, y en su
compañía, por mi infancia, mis recuerdos, mis calles, mis casas de brujo.
Quedamos juntas, apretadas contra el pilar
que está al lado de la entrada. Se apoyó en la pared y nos besamos, nos
comenzamos a acariciar presintiendo que íbamos a continuar juntas el resto de
nuestras vidas. Creo que allí se inició, realmente, lo nuestro, que ese fue el
primer beso de nuestra relación, el que de alguna manera selló un pacto al que
nunca le pusimos palabras, el que sentíamos que fundía a una con la otra.
Pasé mis manos sobre su cuerpo, las deslicé
entre sus piernas, abiertas, tocando su sexo a través del pantalón,
acariciándolo como si palpara su piel, sus labios. La tomé de la cabeza, nos
movíamos como si estuviéramos tendidas en una cama. Sus pechos estaban
erizados, los sentí debajo de la blusa y los rocé con los míos. Nuestras bocas
no se separaban. Entre besos cortos y besos largos, la deseaba intensamente,
con un deseo que no sólo era amor, que no sólo era deseo, que también era satisfacción,
llegada, destino. Era una sensación única por la que jamás había pasado.
En eso oí ruidos que venían de la planta
baja, también noté que se encendían luces en el segundo piso y se movían las
cortinas que cubrían una ventana. Me separé apenas, me costaba, dolía alejarla
de mi cuerpo. Le murmuré que nos fuéramos. En esa noche, nosotras parecíamos
los fantasmas en la entrada del castillo embrujado. Un eco de voces detrás de
nosotras nos despedía. El hechizo o la maldición, que daba fama a ese palacio,
continuaría su historia, pero lejos de nosotras.
Subimos al auto y fuimos hacia mi casa, que
desde ese día también fue la de ella. Atravesamos la entrada, las habitaciones,
hasta caer en la cama. Nos desnudamos y permanecimos amándonos hasta el alba.
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