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Por un lado
van nuestras nociones del bien y del mal, lo que tomamos de la educación que
nos ofrecieron nuestros padres, de los modelos que observamos y que fueron
conformando nuestra imagen del mundo, nuestros juicios hacia cada acto, idea o
aspiración; pero está la otra senda, camino tortuoso de una potencia
incontenible. Es la vía del instinto, la que nos lleva hacia el mundo natural,
que nos recuerda que somos parte de una especie que alienta su pervivencia en
el tiempo, sin prestarle oídos a otro llamado que no sea el de la vida, en su
sentido más primario e inmediato. Esto nos conduce, la mayoría de las veces, a
situaciones donde a la mesa le falta una pata. Es inevitable, pero es parte del
juego al que estamos entregados.
He conocido mesas
que dan la impresión de que les falta con predecible regularidad esa pata, y lo
que hace equilibrio en forma constante culmina, previsiblemente, en el piso,
sin solución. La suerte ya les ha fijado un rumbo. Por mucho que se reniegue de
él, el destino toma a su tiempo las riendas.
La fortuna
puede hacer que en nuestra existencia aparezca un ser que exhiba aquello de lo
que sólo teníamos alguna sospecha, una vaga intuición. Y en un estado semejante
a la gracia –lo que habitualmente denominamos enamoramiento– nos entregamos a la pasión. Nuestro carácter se
desnuda de disfraces y los decorados caen como mala escenografía. Sentimos que ese
ser realiza nuestra existencia. Un líquido va penetrando en los intersticios
más pequeños, así como en los sitios más expuestos. Y con él, junto al brío, a
la agitación, nos recorre una paz que no conocíamos. Eso es haber alcanzado el
destino y estar. Estar, simplemente estar. Ser.
Marga en su juventud aún luchaba con
distintas ideas. En una oportunidad me dijo que el mundo, en su organización,
no era complejo, sino complicado; que no era difícil, su característica no era
la dificultad, sino que era arduo, mezquino y tramposo.
Cada
instante, para cada uno de los que lo viven, es distinto, aunque se lo comparta.
Ella estaba dando sus primeros pasos en varias direcciones. La encontré en esa
etapa de su vida y, de alguna manera, debía amoldarme a sus movimientos. Aún
cuando el camino que recorriera fuera semejante al que yo había realizado
tiempo atrás, sólo era similar; el de ella era el de otra persona, más allá de
lo que teníamos en común, más allá de lo que nos unía. Era visceralmente un
camino distinto. Era el mismo camino y era otro. Era el camino de Marga, antes
que el de Leda y Marga.
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