La diferencia
1
Por las noches, me gustaba recostar mi cabeza
sobre su cuerpo. En los días de calor, se me hacía que su piel irradiaba un
fresco que me aliviaba del sopor y del cansancio del día.
Ella se quedaba quieta, estirada y callada, a
lo largo de la cama. Apenas sentía su respiración. Entonces apoyaba mi rostro
sobre su estómago, rozando sus pechos con mis cabellos, y percibía su mano que,
lentamente, iba acariciándolos. Su movimiento era como si los peinara, y yo me
iba sumergiendo en el sueño, con una paz de niña, hasta que oía su voz que me
llamaba desde lejos.
– ¡Leda! ¿Estás ahí? ¡Volvé, no te vayas,
Leda, no me dejes! –Le agradaba jugar. – ¡No te vayas tan rápido!
Lo decía riendo, con picardía. Y yo regresaba
consciente a ese lecho, y la sentía deslizarse sobre mi cuerpo. Me dejaba
hacer, ella experimentaba las formas de su deseo, penetrando los pliegues de mi
interior. Se iban abriendo y exhibían lo íntimo que hay en mí.
Estaban lejos esos días de asfixia en los que
quería exclamar que todo mi cuerpo era sexo. No mis manos, mis pechos, mis
piernas, no mi vagina, mis muslos, mi clítoris, mi vulva, sino todo mi cuerpo
en su recorrido público y secreto. Necesitaba sentir en mi integridad la
satisfacción absoluta de mi deseo. Mi mente era una piel erizada que devoraba
el mundo en el que vivía y lo transformaba en apetencia. Era el potente
estímulo que impulsaba mi persona. En esos días, estaba dispuesta a luchar para
que los límites externos, que se habían hecho carne en mí, se extinguieran o se
extirparan como se arranca una planta de raíz.
Los cambios no fueron de un día al otro, de
un mes o año al otro; fue largo el proceso. No dependía de lo que hiciera con
mi vida, sino de cómo me percibía a mí
misma. El modelo erótico que habían introducido en mi cabeza –sin suerte, por cierto– luchaba por salir al exterior, al
menos como síntoma y culpa. Me decía que yo me había desviado, pero me lo decía
desde su silencio y astucia. Susurraba que algo falta; ¿qué falta?, le
respondía yo. Nada faltaba, el mundo, como yo lo sentía, estaba en su lugar.
Yo no
llegaba a la mujer por malas experiencias con ellos, lo mío era preferencia
genuina. No debía pasar por ninguna cura ni tomar el atajo de un hombre, que
como un decorado disfrazara mi existencia. Ni había caído en el mal hábito, que
algunas amigas transitaron, de inventarse historias para contentar a un enorme
público –ajeno a los sentimientos propios– que se ubicaba hipócrita del lado opuesto
al escenario sobre el que transcurre la existencia. Historias para los otros
que en ocasiones ellas terminaron creyéndose. Formas de la invisibilidad que no
eran más que una máscara de la degradación.
En esos días me iba muchas veces a caminar
por la ciudad, sola. Me hablaba, intentaba comprenderme, incluso regañándome, si
eso me parecía necesario. No me era sencillo tomar esa actitud desafiante y
presentarme ante el mundo, simplemente, como un ser humano que no debe
demostrar nada a nadie, que decide vivir de acuerdo a sus elecciones y hace su
vida a expensas de todo. Intentaba distintos caminos, balbuceaba diferentes
maneras de abrirme. Llegué a trazar paralelos, que ahora me dan entre risa y
curiosidad por aquella joven que yo era en esos años.
Me decía que los personajes de un escritor
suelen moverse dentro de los límites que dispone su creador. Que si bien eso no
ocurre siempre, es lo habitual, y que aun cuando el autor reniegue de esto, la
dependencia se impone en su obra. Una dependencia que él ha creado, consciente
o inconscientemente, gracias a un oficio que cultiva, aun cuando parece estar
dedicado a cuestiones ajenas a ese arte. Esa dependencia, entre creador y
personajes, se me figuraba una relación semejante a la que existe entre
nuestras ideas y nuestros actos. Por eso me planteaba que el mejor ejercicio
que podía realizar, en vías de transformar mi existencia, era el trabajo continuo
sobre mis creencias y mis juicios acerca de la realidad, de quién era y de lo
qué pretendía para mi vida.
En mis reflexiones, no había teoría literaria
ni nada semejante, sólo improvisaciones que me llevaban de una orilla a la
otra, una barcaza presa de un itinerario provisorio, que debía ser cincelado
sin pausa. Me venía el recuerdo de tardes en las que me fui adiestrando en el
uso de materiales, inicialmente, ajenos a mí y que con el tiempo lograron interpretarme.
Luego de ese sermoneo, regresaba a lo que era
mi hogar. Cada vez con mayor fuerza y resolución. Así me fui constituyendo en
quien ahora soy, y se fueron sucediendo las escenas que sumadas, una a la otra,
conforman la obra en la que aparezco como la protagonista principal. A veces
una comedia, otras un drama, con ínfulas de tragedia, pero siempre tras un
destino que expresa la convicción que llevo dentro.
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