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Esa semana se inició un ciclo al que aún estoy ligada. Visitas a
médicos, análisis, radiografías, consultas, derivaciones, turnos que se sucedían,
diagnósticos que alentaban, tomografías, diagnósticos que nos apretaban al
llanto, al silencio, a la euforia. No es mi fuerte hablar sobre estas
cuestiones –me he dedicado al arte, a la literatura, al amor–, es un camino que
no era mi camino el que fui andado, no reniego de él, sólo confieso que mi voz
se apaga en su relato.
Lo que agrego,
si sirve a la historia, es que en esas circunstancias sentí que la invitación a la vida era
inconclusa. Sólo en ocasiones aisladas esa invitación recuperaba algo del
sentido inicial, pero luego era rebasada por una serie incipiente de cuestiones
anodinas, que mantenían entre sí una fuerte coherencia, una cordura que no era
la mía y que, aún cuando parecía antojadiza, se erguía dominante ante el
esfuerzo y las intenciones de una.
Tal vez, del otro lado estuviera la libertad,
pero ¿cuánto dura esa libertad? Tal vez menos del tiempo que nos dedicamos a
pensar en ella. Ése era en parte el fracaso.
Alguien se
acercó y me aconsejó que, en el día a día, lo mejor era mantener los hábitos.
No sé si entendí bien, no oía todo lo que me decían; por momentos deseaba
hablar, pero callaba. Comentó algo acerca de la guerra, de que en tiempos de
guerra se debe continuar con las obligaciones, el trabajo, los estudios, los horarios;
se debe seguir con la rutina como si nada sucediera, que esa guía de lo
cotidiano ayuda. Ceñirse a un orden externo parecía el remedio adecuado a la
interrupción de la armonía.
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