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No recuerdo
con certeza si fue la semana siguiente, el sábado posterior. Regresábamos del
centro, luego de cenar y asistir a un festival de teatro francés. Lo que
recuerdo con precisión es la obra, habíamos visto “Le Malade imaginaire” de Molière, por un elenco de jóvenes universitarios que
estaban de gira. En el mes se
habían presentado otras compañías internacionales, y Marga tenía especial
interés en ver esta puesta de las peripecias de Argán, ese pater familias ridiculizado a la vez que satisfecho. Molière era un
autor que a las dos nos atraía. Sentíamos a su teatro contemporáneo. Sin que
importaran los temas que tocara, introducíamos una mirilla y espiábamos desde
ese mundo, lejano en el tiempo, a éste que habitábamos. Él y Voltaire estaban
entre nuestros dioses galos. Sus obras y su arte, siempre eran buena compañía.
Ingresamos a
nuestra casa y Marga me hizo a un lado con un ademán rápido y firme. La observé
apoyada contra el marco de la puerta en el instante en que comenzó su
parlamento:
“Vuestro más alto saber es sólo una quimera,
Médicos incompetentes;”
Mientras
caminaba el hall de entrada agregó, con voz cantarina y sin permitir que me acercara a ella, ni que
me moviera de donde me había dejado parada:
“No podéis curar, con vuestros picos elocuentes
El mal que me desespera:
Vuestro altísimo saber: una pura quimera.
¡Ay!, descubrirle no miro
Este amoroso tormento
Al pastor por quién suspiro,
Que es mi único ungüento.
No presumáis de subsanar el padecimiento,
Ignorantes médicos; carecéis de talento.
Vuestro más alto saber es sólo una quimera.
Todas las propiedades que el vulgo ordinario
A vuestros tibios remedios suele atribuir
En nada le han beneficiado a mi calvario.
El pico que tenéis sólo le puede servir
A un enfermo imaginario.”

Dejé encendida
una luz tenue. Mientras bebíamos el champagne, hablaba con gran entusiasmo,
saltaba de un tema al otro. Comenzamos a besarnos y noté que eso, a diferencia
de lo que esperaba, mitigó su entusiasmo. Cuando ya no quedó nada en la botella,
ni en las copas, se recostó y, finalmente, se fue silenciando. La cabeza me
daba vueltas. La acaricié. Acaricié su cuerpo desnudo como en otras noches y la
oí dormir. En los labios parecía tener grabada una sonrisa, después acudieron a
mí esas ideas. Con los dedos había vuelto a rozar algo que no me agradó. Su
rostro descansaba, sus piernas se arqueaban apenas. Giró hacia mí, como
buscándome aún en el sueño. Le volví a pasar una mano por los cabellos y traté
de pensar en otra cosa, de distraerme en cualquiera de los temas que hasta ese
instante flotaban en el aire y parecían hacerse del protagonismo de los
próximos meses. Dormí bien, hasta tarde. Mañana sería domingo.
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