Vacaciones en Reta
1
Nuestras primeras vacaciones fueron en las
sierras. Eso duró un par de años. Nos prestaban la cabaña unos primos de Marga,
que casi nunca la utilizaban, entonces aprovechábamos enero, que para nosotras
es el mes ideal. Tras las corridas por los exámenes y cierres de diciembre, alcanzábamos
la posta y el descanso. Además de los institutos y la universidad, ella también
era docente en un secundario; eso era lo que más la agobiaba durante el periodo
de clases.
Cuando tuvimos tiempo para planificar nuestro
descanso, elegimos el mar y un sitio alejado, lo más que pudiéramos, del ruido
y la congestión que se riega desde Buenos Aires hacia lo ancho de la costa
atlántica.
Gracias a un amigo descubrimos Reta, y nos
fuimos hacia allá. Era un balneario en estado primitivo que, en algún aspecto,
me recordaba algunas playas uruguayas camino a la Paloma , o lo que
significaba Buzios, a comienzos de los ochenta. Las aguas eran distintas, el
paisaje otro, pero sentí encarnado el espíritu de esos sitios, a los que se iba
con la expectativa de vivencias diferentes a las que ofrecían los lugares de
veraneo; que se habían transformado en la cita anual de nuestros padres, pero
que no dejaban de ser una prolongación de su mundo con otro paisaje y en otra
época del año.
En el segundo verano que fuimos a Reta, llegó
un grupo de músicos y escultores que parecían miembros de una tribu o de una comunidad
de ésas que salen a la búsqueda de tierras para asentarse y darle la espalda a
esta sociedad. Se establecieron en un pequeño bosque cercano a la playa y el
sitio se convirtió, inmediatamente, en el lugar de encuentro. Ahí se realizaban
fogones por las noches y, entre las guitarreadas y algo para comer y beber,
pasábamos las horas despreocupados.
A los
pocos días llegó una pareja, que armó su carpa cerca de ellos y se incorporó al
grupo. Los acompañaba un estudiante de antropología, Ignacio, que hallaba en
cada cosa que hacíamos motivo para ensayar teorías, algunas interesantes, otras
disparatadas; pero con sus ideas y exposiciones animaba debates que nos hacían
partícipes a todos. Era difícil permanecer callados y no intervenir en esos
intercambios de juicios y opiniones, que a veces alcanzaban el tono de
acaloradas discusiones, pero que siempre culminaban bien, logrando que nos
conociéramos unos con otros, más allá de la superficialidad en la que nos
movíamos.
Nos
unía el deseo compartido de un mes en libertad, sin los impedimentos que nos
invadían durante el año y de los que nosotros también éramos cómplices.
2
Marga siempre ha sido atractiva, y el mar, el
sol y ese estado de júbilo que gozábamos, la habían transformado en un ser que,
con su presencia, despertaba la sexualidad de aquellos con los que nos
vinculábamos. Yo preferí en algunas cuestiones hacerme a un lado, permitir que
lo prohibido, en ámbitos normales, tuviera lugar, y no trasladar a estos
parajes la moral y la posesión con la que nos habían domesticado en nuestros
hogares.
Una tarde se fue a nadar con Ignacio. Decidí
que no iba a pasarme el día sola, y desde temprano me dirigí hacia donde estaba
el grupo de los artistas, cantando y disfrutando del agua que, por suerte, se
encontraba más cálida que otras veces, en un día nada ventoso.
Recuerdo que luego comimos entre todos, con
lo que cada uno acercó al festín, brindando por cada cosa que se nos ocurría.
Hicimos un fogón y permanecimos juntos hasta pasada la medianoche. El cansancio
del día, y lo que me daba vueltas en la cabeza, hizo que, cuando percibí que mi
ausencia no iba a ser notada, me retirara hacia la hostería en la que nos
habíamos alojado.
Abrí la puerta y vi nuestras cosas. Fue
extraño que ella no estuviera. Miré la ropa que había dejado por la mañana,
luego de probarse lo que encontraba a mano, y fui a prepararme un té. Ninguna
había tirado la basura. Ahí permanecían los restos del desayuno, las tazas con
algo de leche en el fondo, migas a un costado de los platos y las cucharas con
restos pegados, adheridos a la superficie.
Decidí acostarme y esperarla dormida. Era lo
mejor. Probé con leer y algo de música y, aunque intenté dormirme, no pude. El
sueño no llegaba. Me sentía rara, pero dentro de mí comprendí que cualquier
cosa que hubiera sucedido entre ellos era lo correcto. Debíamos ser capaces de
vivir nuestra relación con sinceridad, sin los celos y reproches a los que
otros acostumbraban. Si lo nuestro no era común, no debería serlo en ningún
aspecto.
Llegó horas más tarde. No encendió la luz,
intentó hacer el menor ruido y fue hacia el baño. Oí el agua que caía sobre su
cuerpo dorado. Luego, lentamente, se introdujo en la cama. No sabía si
hablarle, hasta que salió de mi boca decirle su nombre, tan sólo su nombre. Respondió
afectuosa, me apretó la mano y dormimos juntas, abrazadas, hasta las primeras
horas de la mañana. El sol nos fulminó desde la ventana y comenzamos a
movernos.
Sonrió cuando le dije que juntas parecíamos
lagartos que reviven con el calor, como si en nuestra soledad permaneciéramos en
un sosegado letargo.
3
De esas semanas se me grabaron imágenes y
circunstancias a las que recurro, como si fuesen un arcón que conserva parte de
mi vida. Cuando estoy sola, y cierta tristeza me apena y roba el deseo, las
fotos que he visto en más de una ocasión hacen que persista en esos rostros, en
esos sitios. Le devuelven la vida y los traen al presente, como si estuvieran
fijados con una fuerza mayor a otras vivencias que hemos tenido. Y en esa
trampa de la memoria, que privilegia algunos sucesos por encima de otros,
también percibo que los altera en su repetición constante, y digo y escucho cosas
que, seguramente, no fueron dichas, y hago lo que hubiera querido hacer y no
hice. Nuestro pasado cuanto más vuelve sobre nosotros, más lo moldeamos según
nuestras necesidades y temores. Nunca es el mismo. Nunca es él, solo. El pasado
es un animal vivo.
Un día después, Ignacio dejó Reta. Creo que
en ese verano fuimos los últimos de ese grupo, armado fortuitamente, en
regresar a la ciudad, a ese símbolo de nuestro origen. Cuando cada uno ya
estaba en su sitio, al principio ocurrieron esporádicos encuentros, pero
nuestros lazos estaban limitados a ese espacio y aquel tiempo.
Las
estadías en el mar, ese lapso detenido, libre de lo que es el verdadero
registro de nuestras existencias y relaciones, fueron el carnaval de la vida,
que por sí mismo estaba destinado a durar un periodo breve y determinado. No
era su naturaleza extenderse más allá de ese periodo. Lo que sucedía fuera de
él, era lo que mantenía nuestro vivir, lo que nos hacía ser lo que somos; pero
el sabor de nuestras existencias provenía de aquellas situaciones, de aquella
dicha, en las que nos permitíamos pellizcarle a la vida algo de lo que en la
ciudad, bajo hábitos civilizados, se nos negaba. Aquí éramos seres que aceptábamos
la mendicidad, allá íbamos tras los prodigios.
Sentí que en nuestra existencia parecíamos
deambular entre un ciclo diurno y un ciclo nocturno, pero no sólo en lo que
concierne a estas situaciones, sino también en relación a decisiones que guardaban
significados trascendentes para nosotros y para aquellos que nos rodeaban.
Elegíamos con los ojos vendados, y nosotros mismos, en la mayoría de los casos,
éramos quienes ajustábamos la venda.