domingo, 30 de noviembre de 2014

Vacaciones en Reta Capítulo Completo





Vacaciones en Reta




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Nuestras primeras vacaciones fueron en las sierras. Eso duró un par de años. Nos prestaban la cabaña unos primos de Marga, que casi nunca la utilizaban, entonces aprovechábamos enero, que para nosotras es el mes ideal. Tras las corridas por los exámenes y cierres de diciembre, alcanzábamos la posta y el descanso. Además de los institutos y la universidad, ella también era docente en un secundario; eso era lo que más la agobiaba durante el periodo de clases.
Cuando tuvimos tiempo para planificar nuestro descanso, elegimos el mar y un sitio alejado, lo más que pudiéramos, del ruido y la congestión que se riega desde Buenos Aires hacia lo ancho de la costa atlántica.
Gracias a un amigo descubrimos Reta, y nos fuimos hacia allá. Era un balneario en estado primitivo que, en algún aspecto, me recordaba algunas playas uruguayas camino a la Paloma, o lo que significaba Buzios, a comienzos de los ochenta. Las aguas eran distintas, el paisaje otro, pero sentí encarnado el espíritu de esos sitios, a los que se iba con la expectativa de vivencias diferentes a las que ofrecían los lugares de veraneo; que se habían transformado en la cita anual de nuestros padres, pero que no dejaban de ser una prolongación de su mundo con otro paisaje y en otra época del año.

En el segundo verano que fuimos a Reta, llegó un grupo de músicos y escultores que parecían miembros de una tribu o de una comunidad de ésas que salen a la búsqueda de tierras para asentarse y darle la espalda a esta sociedad. Se establecieron en un pequeño bosque cercano a la playa y el sitio se convirtió, inmediatamente, en el lugar de encuentro. Ahí se realizaban fogones por las noches y, entre las guitarreadas y algo para comer y beber, pasábamos las horas despreocupados.
A los pocos días llegó una pareja, que armó su carpa cerca de ellos y se incorporó al grupo. Los acompañaba un estudiante de antropología, Ignacio, que hallaba en cada cosa que hacíamos motivo para ensayar teorías, algunas interesantes, otras disparatadas; pero con sus ideas y exposiciones animaba debates que nos hacían partícipes a todos. Era difícil permanecer callados y no intervenir en esos intercambios de juicios y opiniones, que a veces alcanzaban el tono de acaloradas discusiones, pero que siempre culminaban bien, logrando que nos conociéramos unos con otros, más allá de la superficialidad en la que nos movíamos.
Nos unía el deseo compartido de un mes en libertad, sin los impedimentos que nos invadían durante el año y de los que nosotros también éramos cómplices.






2



Marga siempre ha sido atractiva, y el mar, el sol y ese estado de júbilo que gozábamos, la habían transformado en un ser que, con su presencia, despertaba la sexualidad de aquellos con los que nos vinculábamos. Yo preferí en algunas cuestiones hacerme a un lado, permitir que lo prohibido, en ámbitos normales, tuviera lugar, y no trasladar a estos parajes la moral y la posesión con la que nos habían domesticado en nuestros hogares.

Una tarde se fue a nadar con Ignacio. Decidí que no iba a pasarme el día sola, y desde temprano me dirigí hacia donde estaba el grupo de los artistas, cantando y disfrutando del agua que, por suerte, se encontraba más cálida que otras veces, en un día nada ventoso.
Recuerdo que luego comimos entre todos, con lo que cada uno acercó al festín, brindando por cada cosa que se nos ocurría. Hicimos un fogón y permanecimos juntos hasta pasada la medianoche. El cansancio del día, y lo que me daba vueltas en la cabeza, hizo que, cuando percibí que mi ausencia no iba a ser notada, me retirara hacia la hostería en la que nos habíamos alojado.

Abrí la puerta y vi nuestras cosas. Fue extraño que ella no estuviera. Miré la ropa que había dejado por la mañana, luego de probarse lo que encontraba a mano, y fui a prepararme un té. Ninguna había tirado la basura. Ahí permanecían los restos del desayuno, las tazas con algo de leche en el fondo, migas a un costado de los platos y las cucharas con restos pegados, adheridos a la superficie.
Decidí acostarme y esperarla dormida. Era lo mejor. Probé con leer y algo de música y, aunque intenté dormirme, no pude. El sueño no llegaba. Me sentía rara, pero dentro de mí comprendí que cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos era lo correcto. Debíamos ser capaces de vivir nuestra relación con sinceridad, sin los celos y reproches a los que otros acostumbraban. Si lo nuestro no era común, no debería serlo en ningún aspecto.

Llegó horas más tarde. No encendió la luz, intentó hacer el menor ruido y fue hacia el baño. Oí el agua que caía sobre su cuerpo dorado. Luego, lentamente, se introdujo en la cama. No sabía si hablarle, hasta que salió de mi boca decirle su nombre, tan sólo su nombre. Respondió afectuosa, me apretó la mano y dormimos juntas, abrazadas, hasta las primeras horas de la mañana. El sol nos fulminó desde la ventana y comenzamos a movernos.
Sonrió cuando le dije que juntas parecíamos lagartos que reviven con el calor, como si en nuestra soledad permaneciéramos en un sosegado letargo.






3



De esas semanas se me grabaron imágenes y circunstancias a las que recurro, como si fuesen un arcón que conserva parte de mi vida. Cuando estoy sola, y cierta tristeza me apena y roba el deseo, las fotos que he visto en más de una ocasión hacen que persista en esos rostros, en esos sitios. Le devuelven la vida y los traen al presente, como si estuvieran fijados con una fuerza mayor a otras vivencias que hemos tenido. Y en esa trampa de la memoria, que privilegia algunos sucesos por encima de otros, también percibo que los altera en su repetición constante, y digo y escucho cosas que, seguramente, no fueron dichas, y hago lo que hubiera querido hacer y no hice. Nuestro pasado cuanto más vuelve sobre nosotros, más lo moldeamos según nuestras necesidades y temores. Nunca es el mismo. Nunca es él, solo. El pasado es un animal vivo.

Un día después, Ignacio dejó Reta. Creo que en ese verano fuimos los últimos de ese grupo, armado fortuitamente, en regresar a la ciudad, a ese símbolo de nuestro origen. Cuando cada uno ya estaba en su sitio, al principio ocurrieron esporádicos encuentros, pero nuestros lazos estaban limitados a ese espacio y aquel tiempo.
Las estadías en el mar, ese lapso detenido, libre de lo que es el verdadero registro de nuestras existencias y relaciones, fueron el carnaval de la vida, que por sí mismo estaba destinado a durar un periodo breve y determinado. No era su naturaleza extenderse más allá de ese periodo. Lo que sucedía fuera de él, era lo que mantenía nuestro vivir, lo que nos hacía ser lo que somos; pero el sabor de nuestras existencias provenía de aquellas situaciones, de aquella dicha, en las que nos permitíamos pellizcarle a la vida algo de lo que en la ciudad, bajo hábitos civilizados, se nos negaba. Aquí éramos seres que aceptábamos la mendicidad, allá íbamos tras los prodigios.

Sentí que en nuestra existencia parecíamos deambular entre un ciclo diurno y un ciclo nocturno, pero no sólo en lo que concierne a estas situaciones, sino también en relación a decisiones que guardaban significados trascendentes para nosotros y para aquellos que nos rodeaban. Elegíamos con los ojos vendados, y nosotros mismos, en la mayoría de los casos, éramos quienes ajustábamos la venda.



El enfermo imaginario 3










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Esa semana se inició un ciclo al que aún estoy ligada. Visitas a médicos, análisis, radiografías, consultas, derivaciones, turnos que se sucedían, diagnósticos que alentaban, tomografías, diagnósticos que nos apretaban al llanto, al silencio, a la euforia. No es mi fuerte hablar sobre estas cuestiones –me he dedicado al arte, a la literatura, al amor–, es un camino que no era mi camino el que fui andado, no reniego de él, sólo confieso que mi voz se apaga en su relato.
Lo que agrego, si sirve a la historia, es que en esas circunstancias sentí que la invitación a la vida era inconclusa. Sólo en ocasiones aisladas esa invitación recuperaba algo del sentido inicial, pero luego era rebasada por una serie incipiente de cuestiones anodinas, que mantenían entre sí una fuerte coherencia, una cordura que no era la mía y que, aún cuando parecía antojadiza, se erguía dominante ante el esfuerzo y las intenciones de una.
Tal vez, del otro lado estuviera la libertad, pero ¿cuánto dura esa libertad? Tal vez menos del tiempo que nos dedicamos a pensar en ella. Ése era en parte el fracaso.


Alguien se acercó y me aconsejó que, en el día a día, lo mejor era mantener los hábitos. No sé si entendí bien, no oía todo lo que me decían; por momentos deseaba hablar, pero callaba. Comentó algo acerca de la guerra, de que en tiempos de guerra se debe continuar con las obligaciones, el trabajo, los estudios, los horarios; se debe seguir con la rutina como si nada sucediera, que esa guía de lo cotidiano ayuda. Ceñirse a un orden externo parecía el remedio adecuado a la interrupción de la armonía.



sábado, 29 de noviembre de 2014

El enfermo imaginario 2







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En el desayuno fue la primera vez que mencioné el tema. Miró hacia otro lado; segundos después comentó que días atrás había notado esa aparición. Según sus palabras, inicialmente no le prestó atención, pero al percibir que la presencia no disminuía, sino que aumentaba, agregó que había decidido ir al médico la semana próxima. Ya tenía turno.

No quisimos nombrar la palabra enfermedad, mucho menos tumor, pero a partir de ese instante el día tomó un ritmo cansino, se adaptó a un compás diferente al de otros domingos o de un día cualquiera. Sentí que nuestras cabezas habían sido fijadas en eso, aunque nuestras palabras y rostros intentaran dibujar un paisaje distinto.



viernes, 28 de noviembre de 2014

El enfermo imaginario 1








1



No recuerdo con certeza si fue la semana siguiente, el sábado posterior. Regresábamos del centro, luego de cenar y asistir a un festival de teatro francés. Lo que recuerdo con precisión es la obra, habíamos visto “Le Malade imaginaire” de Molière, por un elenco de jóvenes universitarios que estaban de gira. En el mes se habían presentado otras compañías internacionales, y Marga tenía especial interés en ver esta puesta de las peripecias de Argán, ese pater familias ridiculizado a la vez que satisfecho. Molière era un autor que a las dos nos atraía. Sentíamos a su teatro contemporáneo. Sin que importaran los temas que tocara, introducíamos una mirilla y espiábamos desde ese mundo, lejano en el tiempo, a éste que habitábamos. Él y Voltaire estaban entre nuestros dioses galos. Sus obras y su arte, siempre eran buena compañía.

Ingresamos a nuestra casa y Marga me hizo a un lado con un ademán rápido y firme. La observé apoyada contra el marco de la puerta en el instante en que comenzó su parlamento:

“Vuestro más alto saber es sólo una quimera,
Médicos incompetentes;”

Mientras caminaba el hall de entrada agregó, con voz cantarina y  sin permitir que me acercara a ella, ni que me moviera de donde me había dejado parada:

“No podéis curar, con vuestros picos elocuentes
El mal que me desespera:
Vuestro altísimo saber: una pura quimera.

¡Ay!, descubrirle no miro
Este amoroso tormento
Al pastor por quién suspiro,
Que es mi único ungüento.
No presumáis de subsanar el padecimiento,
Ignorantes médicos; carecéis de talento.
Vuestro más alto saber es sólo una quimera.
Todas las propiedades que el vulgo ordinario
A vuestros tibios remedios suele atribuir
En nada le han beneficiado a mi calvario.
El pico que tenéis sólo le puede servir
A un enfermo imaginario.”


Con las últimas palabras se acercó y me besó en la boca. La dejé jugar un instante. Me había gustado verla interpretar, sólo para mí, ese breve texto del inicio de la obra. Exhibía en la intimidad talentos que solía ocultar ante los otros. La tomé de la mano, pasé un dedo por su nariz, besé su frente y fui hacia la cocina. Ella se puso, en silencio, a elegir la música. La perdí de vista mientras preparaba el café. Marga, excitada, había abierto una botella de champagne. Tomó dos copas, las sirvió y llevó el balde hasta el dormitorio. Fui con ella. Dejé mis tazas calientes, mientras observaba el vapor que se despedía de ese líquido negro que, seguramente, terminaría derramado al otro día sobre la pileta de la cocina, y pasé una mano sobre ellas, en despedida. Sentí el calor del agua que se condensaba en mi piel. Entré a nuestro cuarto, luego de deslizar los dedos aún tibios sobre Puig, nuestro gato, que descansaba sobre su almohadón preferido. En un lapso de ese sueño, insinuó un gentil ronroneo, sin abrir siquiera sus ojos. Y hallé a Marga sentada a un lado de la cama, con una copa en la mano, al tiempo que sonreía y se la pasaba por los labios. Estaba feliz. Yo sabía que parte del entusiasmo provenía de la oportunidad que le iba a dar una importante galería de Buenos Aires, con una chance de que saliera algo en San Pablo. Ahora creo que en esa noche una suma de presentes era lo que la hacía mostrarse así.


Dejé encendida una luz tenue. Mientras bebíamos el champagne, hablaba con gran entusiasmo, saltaba de un tema al otro. Comenzamos a besarnos y noté que eso, a diferencia de lo que esperaba, mitigó su entusiasmo. Cuando ya no quedó nada en la botella, ni en las copas, se recostó y, finalmente, se fue silenciando. La cabeza me daba vueltas. La acaricié. Acaricié su cuerpo desnudo como en otras noches y la oí dormir. En los labios parecía tener grabada una sonrisa, después acudieron a mí esas ideas. Con los dedos había vuelto a rozar algo que no me agradó. Su rostro descansaba, sus piernas se arqueaban apenas. Giró hacia mí, como buscándome aún en el sueño. Le volví a pasar una mano por los cabellos y traté de pensar en otra cosa, de distraerme en cualquiera de los temas que hasta ese instante flotaban en el aire y parecían hacerse del protagonismo de los próximos meses. Dormí bien, hasta tarde. Mañana sería domingo.



jueves, 27 de noviembre de 2014

El destino 6








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Después de la sorpresa de ese despertar, por varias semanas vivimos cierto frenesí sexual que cada día era mayor. Visto desde afuera, daba la impresión de que no podíamos estar juntas sin besarnos, ni acariciarnos, sin desear que nuestros cuerpos se entregaran al placer con una intensidad renovada.

Una de esas noches fuimos a un cumpleaños. Nos costó disimular ese fuego desde las primeras horas. Habíamos bebido algo de más. Marga se subió a mis piernas y empezó a besarme. Percibí que a nuestro alrededor se extrañaban de nuestro comportamiento, pero no era capaz de separarla de mí, menos de insinuarle algo que la  afectara. Sus manos intentaron abrirse dentro de mi blusa, cuando sentí un chirlo en mis piernas que me disuadió a seguir. Tomé su mano, la besé y le pedí que me alcanzara el vaso. Reaccioné gracias a ese gesto de una amiga y comencé a dialogar con los otros invitados. Por suerte fui capaz de enfriar el momento, sino hubiéramos terminado, tempranamente, enredadas entre las sábanas del dormitorio de Laura, bajo la mirada cómplice de algunas y la sorpresa del resto.
Cuando al final de la velada retornamos a Villa del Parque, entramos a nuestra habitación contentas de estar juntas. Llevábamos copas en las manos y una botella. Entre caricias, nos desnudamos una a la otra. Ahí fue que toque algo raro, algo que en ese estado no me permití apreciar, más allá de saber que estaba palpando una diferencia en un cuerpo para mí perfecto y que ahora, por razones que desconocía, se veía invadido por una forma ajena.




miércoles, 26 de noviembre de 2014

El destino 5







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Tengo la imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de nosotras mismas.

Esta escena no llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente y me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi voluntad.



martes, 25 de noviembre de 2014

Nosotras Capítulo Completo



Nosotras





1


Marga me habla de un sueño. Un sueño recurrente que la persigue desde la adolescencia y la juventud. Me comenta, en tono de confesión, que incluso la perturbó estando conmigo. Señala que algunas mañanas se despertó rara por causa de esa historia que la visita cada tanto y que no la suelta. No quiere otorgarle otra explicación que la que le daría a una rutina diurna, que la invade y sobre la que no tiene poder. Pero algo en ese sueño no permite que ella, o que yo, seamos ingenuas y que nos resguardemos en el silencio. Nos incita a hablar. El sueño de una persona, sea parte de la dicha o sea una pesadilla, no concluye en quien le da vida, alcanza a los otros.

Sin evitarla, sin saber cómo hacerlo, esa escena del sueño le habla sobre hechos que ella no reconoce en su pasado, pero sabemos que algo que nace en él se manifiesta y se resiste a ceder. La escucho y, como si yo también fuera presa de una magia que nos supera, tengo la sensación de haberla oído en otras ocasiones narrarme el episodio. Una historia. La escena de un cuento se abre ante mí:

– Contemplo mi cuerpo. Nada oculta mi presencia para mis ojos. Recuerdo el placer, el íntimo placer que esto me da. Observo mis largos cabellos caer sobre la espalda. Sufro al pensar en cortarlos. Mamá a veces amenaza con atacar con el doble filo de las tijeras sobre ellos. Murmura, otras veces grita, o sólo habla a medias, acerca del tiempo que pierdo en ellos. Dice que les dedico más del que merecen. Quiere reducirlos a una dócil y vergonzante melena. En cada oportunidad que se viene con eso, me quedo en silencio un largo rato, sin saber hacia dónde escapar y, menos aún, qué responder en mi defensa. Estoy aterrorizada con que eso, en verdad, pueda ocurrir. Imagino mi cabeza mutilada por esas tijeras de un gris metal, otras negras, que me persiguen en sueños por toda la habitación. Me canso de huir, caigo al piso y saltan sobre mí; yo estoy abajo, lloriqueando, sudada, no respetan mi congoja ni mis ruegos.
Mi madre sabe muy bien cómo sufro por sus juegos pero, siempre que tiene la ocasión, vuelve con deleite a ellos. Algunas veces después de inquietarme, se presenta arrepentida, pasa por detrás de mí y con su mano poderosa agita a gusto mi flequillo de adolescente. Ríe, ríe muy tontamente, como una boba, y yo siento un gran alivio en mi panza y dejo que la maldita leche pase por la garganta.

Entonces calla. Cesa de hablarme y se hace un nudo con el cuerpo, hasta que yo comienzo a acariciarla por la espalda, le tomo las manos por detrás, las que ha enlazado y que me cuesta ir separando, y le hago un sitio a mis dedos, que también quieren ser parte de ese cuerpo. Percibo que tiembla, y la beso y continuó acariciando, hasta que se abre y gira hacia mí, y comenzamos a amarnos.






2


Por un lado van nuestras nociones del bien y del mal, lo que tomamos de la educación que nos ofrecieron nuestros padres, de los modelos que observamos y que fueron conformando nuestra imagen del mundo, nuestros juicios hacia cada acto, idea o aspiración; pero está la otra senda, camino tortuoso de una potencia incontenible. Es la vía del instinto, la que nos lleva hacia el mundo natural, que nos recuerda que somos parte de una especie que alienta su pervivencia en el tiempo, sin prestarle oídos a otro llamado que no sea el de la vida, en su sentido más primario e inmediato. Esto nos conduce, la mayoría de las veces, a situaciones donde a la mesa le falta una pata. Es inevitable, pero es parte del juego al que estamos entregados.
He conocido mesas que dan la impresión de que les falta con predecible regularidad esa pata, y lo que hace equilibrio en forma constante culmina, previsiblemente, en el piso, sin solución. La suerte ya les ha fijado un rumbo. Por mucho que se reniegue de él, el destino toma a su tiempo las riendas.

La fortuna puede hacer que en nuestra existencia aparezca un ser que exhiba aquello de lo que sólo teníamos alguna sospecha, una vaga intuición. Y en un estado semejante a la gracia lo que habitualmente denominamos enamoramiento nos entregamos a la pasión. Nuestro carácter se desnuda de disfraces y los decorados caen como mala escenografía. Sentimos que ese ser realiza nuestra existencia. Un líquido va penetrando en los intersticios más pequeños, así como en los sitios más expuestos. Y con él, junto al brío, a la agitación, nos recorre una paz que no conocíamos. Eso es haber alcanzado el destino y estar. Estar, simplemente estar. Ser.

Marga en su juventud aún luchaba con distintas ideas. En una oportunidad me dijo que el mundo, en su organización, no era complejo, sino complicado; que no era difícil, su característica no era la dificultad, sino que era arduo, mezquino y tramposo.
Cada instante, para cada uno de los que lo viven, es distinto, aunque se lo comparta. Ella estaba dando sus primeros pasos en varias direcciones. La encontré en esa etapa de su vida y, de alguna manera, debía amoldarme a sus movimientos. Aún cuando el camino que recorriera fuera semejante al que yo había realizado tiempo atrás, sólo era similar; el de ella era el de otra persona, más allá de lo que teníamos en común, más allá de lo que nos unía. Era visceralmente un camino distinto. Era el mismo camino y era otro. Era el camino de Marga, antes que el de Leda y Marga.





3


Observo a muchas mujeres que hablan y se conducen como si el sueño de ellas fuera transformarse en un hombre; para otras, eso es una pesadilla. Nosotras sólo deseamos ser lo que somos, en cada acto, con la mayor autenticidad.

Se deberían interrogar ante un espejo, desnudarse ante él y preguntarse diariamente: ¿Cómo hago para qué no me roben la vida? ¿Para qué los deseos de los otros no se transformen en mis deseos, para qué las metas de los demás no sean mis metas? Aunque éstas son cuestiones, por cierto, que nos hacen a todos, no sólo a nosotras. Las diferencias y la necesidad de afirmarse en uno mismo, están en todos los seres humanos, sin distinciones. La elección siempre es personal y debe estar acompañada de la energía suficiente para la lucha, el enfrentamiento, si desea adquirir vida.

Necesitamos sentirnos bien como somos y para eso debemos aceptarnos realmente. Algo que no es tan fácil como se pretende, porque también nosotras estamos marcadas por valores sociales agresivos a nuestra naturaleza, pero que se han fijado a fuego desde la infancia, y en su movimiento represivo nos conducen a la asfixia. Ésas son las primeras ataduras y cárceles de las que tenemos que liberarnos si anhelamos la aceptación de los otros.

Sé –por haberlo leído o escuchado alguna vez– que lo que se expresa apenas roza la esencia. Si está bien dicho, será una flor, un fruto, que nos haga olvidar de la raíz y del tallo que le dan la vida. Si esto no es así, si decaemos en la palabra, un vacío mayor permanecerá en nosotros y en quienes nos acompañen. Vamos tras lo que se filtra subrepticiamente por debajo de lo dicho.






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Hay cosas que me han sucedido una vez y que, difícilmente, se repitan con esa intensidad: La primera ocasión en que mi mano te rozó y supo que podía acariciar ese cuerpo, distraerse en él sin que nada lo limitara, cómo se erizó mi piel esa tarde cuando tus uñas recorrieron mi espalda, sorpresivas y dañinas, sin contemplación. Mi respiración no será la misma, ni tu boca se humedecerá en mi sexo como en esa noche si otro sexo la deseara. Ésas y otras vivencias permanecerán en mi pasado, perturbándolo a su gusto. Habrá ocasiones en que aparecerán como un bálsamo, un acicate a fantasías que la realidad recibe de mala gana, tratándolas como hijas de otro dominio. Pero reanudarán su camino y estarán allí.

A veces tengo la impresión de que antes éramos más felices, de que antes siempre fuimos más felices. Sé que es una impresión falsa. Debe nacer en cierta debilidad que ahora me acompaña; cuando esa sensación llega, se instala y no sé cómo hacerla a un lado.
No soy la única persona a la que le sucede esto. Es algo compartido con la mayoría de los seres humanos. Los niños y los adolescentes parecen ser los exceptuados. Unos están aún a ciegas y a los otros los lleva el frenesí inicial, que se va gastando al cabo de los días, de los meses, de los años. Pero la juventud también sabe de ese dejo de vida, de esa melancolía que fluye como un río, que es agua de un lago profundo y cristalino, que atraviesa, penetra y separa nuestra existencia y nos hace frágiles.

La catástrofe somos nosotros, pero no es la idea o la impresión con la que deseo quedarme. Entramos al mundo del sexo a tientas, a oscuras, y cuando se enciende la luz es porque la fiesta está pronta a acabarse. Es como si nos invitaran al final de una reunión, donde han sido convocados quienes conocíamos y quienes nos eran extraños, y al término de la misma no recordamos los nombres, ni los cuerpos, de unos, ni de otros. Y nuestro propio cuerpo se precipita, se derrama transfigurado en un vino oscuro y nuestros ojos permanecen fijos hacia un sol que nos encandila.





 5


Tenía la impresión de que el mundo andaba bien, que las cosas estaban en su lugar, que el día de mañana era previsible, que su certeza se mantenía gracias a la solidez de un orden antiguo. Me enteré tarde de que uno no sólo no conoce, sino que tampoco imagina el verdadero tramado de la realidad.

Hay seres que con su presencia o con su ausencia, nos acompañarán el resto de los que nos queda de vida. Sabía que con Marga era así, desde siempre.
Me anima la seguridad de que si miro hacia atrás y contemplo lo nuestro, esa visión no me llevará a decir que fue un error, como sobre tantas historias es lo único que me viene a la boca. Diré que lo nuestro fue un hallazgo. Y lo repetiré, con el paso de los días, con mayor intensidad.


Cada casa es un mundo. Las parejas pueden mantenerse en el tiempo, en esencia, por dos motivos; ambos están por encima de los otros. Un intenso amor, que supera día a día las diferencias, o un formidable odio y rencor, que se hizo con lo que era ese amor y lo mutó en un caldero. Cada una de estas pasiones puede ligar a las personas hasta exhibir lo mejor o lo peor de cada una de ellas, sin que en esa locura ninguna sea consciente de lo que siente hacia la otra, ni de lo que le sucede. Pero lo nuestro deshizo ese molde.



El destino 4








4


Nunca me explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.

Percibió mis movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme, mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.

Cuando se cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando los barrotes, se dedicó a gozar.



lunes, 24 de noviembre de 2014

El destino 3







3



Tengo sueños raros. Y lo extraño es que por la mañana, al despertarme siento que una energía distinta me recorre el cuerpo y me guía en lo que hago. En esos sueños aparece gente conocida; han  llegado a estar mis padres, algunas amigas, también Marga. Los lugares siempre son aquellos en los que viví antes de conocerla, pero misteriosamente me resultan apropiados para nosotras. Son en el pasado. Las acciones son en el pasado o en un presente distinto. En esas historias, que parecen episodios, las piezas se engarzan alrededor de algo que trasciende y otorga sentido al abanico de expectativas, presiones y desencuentros que a veces nos envuelve. Mis sueños sobrepasan ese cerco.



domingo, 23 de noviembre de 2014

El destino 2








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Se me hace que somos muchos quienes vivimos esta existencia como si luego existiera otra oportunidad, como si al cabo de los años la suerte nos brindara otro ida y vuelta. No en una vida extraña, alejada de los seres, de los sitios e incluso de las situaciones que de alguna manera hemos transitado. Sino aquí mismo, en un sentido fuerte del aquí mismo. Por la magia de esta época, estamos habituados a que la función siempre empieza de nuevo, el game over no nos asusta. Sin duda que esto es locura, pero esa sensación que nos recorre, más allá de que no lo confesemos y de que, en la mayoría de los casos, sea inconsciente, considero que obra de escudo o de distracción con respecto a la verdad.
No voy a declarar nada acerca de esa verdad. La verdad la sabemos, está dentro; quien más, quien menos, la vislumbra, la lleva esparcida en su ser. Hay una vivencia de ella, por más enajenado que estemos y que la alienación haya perturbado nuestra relación con ella. No hay instante en que no estemos despidiéndonos. Cada célula, cada órgano, cada pelo, cada miembro, es testigo de este rito continuo que nuestros progenitores y ancestros han iniciado.

Hay una edad en que esa conciencia trágica parece atenuarse. Confiamos en que va desapareciendo, que se esfumará y terminará extinguiéndose y que nos dejará tranquilos de ahí en adelante, pero un día retorna, se instala cómodamente en nosotros y no da señales de abandonarnos nuevamente. Cada mañana, ni bien despertamos, está ahí.

Hay temporadas que, desde el amanecer, en lo primero que pensamos es en el tiempo que nos queda. Y sabemos que ese tiempo también será devorado, sin que tengamos dominio ni capacidad para evitarlo. Las horas seguirán con ese tintineo en la cabeza. No se acallará a lo largo de la jornada, estará ahí, hagamos lo que hagamos, sujeto a nosotros como un animal silencioso, que detrás de su gentileza es el cazador más eficiente de la manada. Lo sorprendente es esa distracción de la que les hablaba, cómo logra, con su naturalidad y simpleza, hacerse un lugar en nosotros y, gracias a los efectos del sopor que causa, nos permite seguir hacia adelante y hace que nuestra tierra no sea ganada sólo por la verdad. Elude que se instale una voz que enmudezca al resto y nos diga que no hay sentido en ningún acto. Si esto no ocurriera, caeríamos exhaustos sobre el primer sillón que esté frente a nosotros y no nos moveríamos hasta que nos alcanzara la noche. Pero esa voz no aparece. Esa voz no es tan elevada. Entonces seguimos. Seguimos día a día. Somos criaturas embriagadas, destellos apagados.