miércoles, 5 de noviembre de 2014

La diferencia 3








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En los primeros tiempos de nuestra relación existían temas en los que abiertamente discrepábamos. Me refiero a cuestiones relativas a lo que, irónicamente, denominábamos nuestra condición o la diferencia.
Recuerdo la discusión que surgió en una reunión realizada en la casa de unas amigas. Raquel y Lucía habían alquilado un amplio departamento en Almagro y, para inaugurarlo, invitaron a gente que provenía un poco de todas partes. Lo vivían como una presentación en sociedad. Por momentos pensé que había demasiada gente, mucho ruido, poco sitio donde acomodarse. Algunos iban y venían, bebiendo de más, comiendo lo que estaba a mano y haciendo bromas que se tornaban pesadas.
Con las horas, el clima se fue haciendo más tranquilo y agradable. Pero el cruce final se desató debido a la situación de un amigo de Raquel. Él había concurrido junto a una chica que no sólo era joven, sino que también era muy linda. Promediada la fiesta cuando recién supe que ella era su amante, una relación que se había iniciado algunas semanas antes. Quizá Pablo también sintió un deseo semejante al de las dueñas de casa y cedió a la tentación de exhibirse en público, cuando la norma es el secreto y la discreción. Y no midió esto, o no le interesó hacerlo, siendo que una de las cosas que menos soporta nuestra sociedad es el desparpajo, la elocuente insolencia ante las normas que fijan nuestras conductas.

La reunión transcurrió con normalidad, pero cuando se retiró la mayoría de los invitados, quedó lo que conformaba el grupo selecto: las anfitrionas, nosotras y dos conocidas más, que no me despertaban ninguna simpatía.
Ya en confianza, el velo de éste y otros temas se corrió con naturalidad. Sin habernos percatado, como si la ocasión nos hubiera llevado de las narices, no encontramos hablando de lo que, realmente, parecía interesarnos, lejos ya de los comentarios de ocasión y de las intervenciones pasajeras.
Marga y el resto –salvo Ernestina, que nunca supo qué decir sobre cualquier tema que se tratara– coincidieron en la condena sobre el comportamiento de Pablo. Se podía tolerar que él tuviera sus cosas por ahí, pero involucrar a sus relaciones en sus correrías sexuales –porque no se les otorgaban otro valor– era un atrevimiento que no correspondía que aceptáramos.
Cada vez que yo intentaba armar algún tipo de defensa sobre sus actos –defensa que en verdad me parecía algo que no debía tener lugar. ¿De qué era culpable, me preguntaba?– las voces de ellas subían de tono y me acallaban, luego me fui hundiendo en el sillón y comencé a beber en silencio. No creía lo que presenciaba. Nosotras, que nos decíamos liberales en nuestro comportamiento, que declarábamos sin pudor nuestras decisiones y apetencias, que no permitíamos que nadie creyera que podía ir por encima de nuestra voluntad y emitir juicios sobre lo que no le correspondía, ahora elegíamos linchar en privado a un amigo que había resuelto, simplemente, hacer lo que deseaba, sin otra consideración que su libertad y su deseo, junto a la determinación de la persona que en ese momento compartía la noche con él.
Y para atacar esta conducta apelábamos a argumentos que nos ligaban a lo que siempre tildábamos de conceptos reaccionarios sobre propiedad y sobre el derecho de uno sobre el otro. Nuestros padres, probablemente, hubieran considerado la situación con una actitud y tolerancia que en ese comedor yo no percibía.
Ante un hecho aislado, nuestros juicios estaban un paso atrás de nuestros actos. La vida, la verdadera vida que estábamos llevando, aquélla que decíamos querer expresar en su plenitud, no se correspondía con el molde al que pretendíamos limitar la de los otros.




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