domingo, 2 de noviembre de 2014

El castillo de los bichos 5









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Le fui contando esas historias, mientras el frío de la madrugada nos congelaba. Y por instinto, nos abrazamos; buscábamos conservar ese calor que se esfumaba con la noche, queríamos estar juntas. Paradas en la vereda, estábamos a pocas cuadras de mi casa, expuestas a la mirada del mundo, de alguna luz que encendiera una ventana, de un auto o tren que batiera el silencio; pero yo no prestaba atención. Lo mío era la alegría, una felicidad que nos habitaba. La alegría de que ella estuviera a mi lado, por esos pasajes, a esa altura de la noche, en ése que era mi barrio, al que había regresado hace pocos meses y en el que ahora paseaba en esa nostalgia, y en su compañía, por mi infancia, mis recuerdos, mis calles, mis casas de brujo.

Quedamos juntas, apretadas contra el pilar que está al lado de la entrada. Se apoyó en la pared y nos besamos, nos comenzamos a acariciar presintiendo que íbamos a continuar juntas el resto de nuestras vidas. Creo que allí se inició, realmente, lo nuestro, que ese fue el primer beso de nuestra relación, el que de alguna manera selló un pacto al que nunca le pusimos palabras, el que sentíamos que fundía a una con la otra.


Pasé mis manos sobre su cuerpo, las deslicé entre sus piernas, abiertas, tocando su sexo a través del pantalón, acariciándolo como si palpara su piel, sus labios. La tomé de la cabeza, nos movíamos como si estuviéramos tendidas en una cama. Sus pechos estaban erizados, los sentí debajo de la blusa y los rocé con los míos. Nuestras bocas no se separaban. Entre besos cortos y besos largos, la deseaba intensamente, con un deseo que no sólo era amor, que no sólo era deseo, que también era satisfacción, llegada, destino. Era una sensación única por la que jamás había pasado.
En eso oí ruidos que venían de la planta baja, también noté que se encendían luces en el segundo piso y se movían las cortinas que cubrían una ventana. Me separé apenas, me costaba, dolía alejarla de mi cuerpo. Le murmuré que nos fuéramos. En esa noche, nosotras parecíamos los fantasmas en la entrada del castillo embrujado. Un eco de voces detrás de nosotras nos despedía. El hechizo o la maldición, que daba fama a ese palacio, continuaría su historia, pero lejos de nosotras.


Subimos al auto y fuimos hacia mi casa, que desde ese día también fue la de ella. Atravesamos la entrada, las habitaciones, hasta caer en la cama. Nos desnudamos y permanecimos amándonos hasta el alba.




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