martes, 25 de noviembre de 2014

El destino 4








4


Nunca me explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.

Percibió mis movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme, mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.

Cuando se cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando los barrotes, se dedicó a gozar.



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