sábado, 8 de noviembre de 2014

La diferencia 6








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Me desagrada el término adaptación, que la existencia de los seres humanos deba acomodarse a patrones de conducta. Esas nociones me producen asfixia; un ahogo que, aunque no sea físico, se refleja en mi humor bajo las formas de la opresión o del desinterés. El desatino, el mal gusto, son momentos. La corrección salvaje que nos domestica, si se hace carne, no tiene salida.

Recuerdo a Marita, su forma de caminar, abriendo las piernas, sacando las rodillas hacia afuera, con las manos en los bolsillos y los brazos colgando, con un gesto de desdén y provocación a un mismo  tiempo. Ésa era Marita, enojada con sus padres y la gente, con un corazón que sólo se abría a nosotras, cuando por la noche bebía más de lo habitual.
Creo que sólo Marga y yo, junto a otras dos o tres amigas, éramos quienes la conocíamos realmente. Ni siquiera su familia. Ellos eran los más ajenos a su verdad, por revancha o por ignorancia, más allá de otras razones. Un día decidió irse y la lloramos. Fue un impulso, un escape. Nadie habló demasiado, sobre el tema se guardó un silencio sacro; era profano pronunciar su nombre o intentar hallar alguna explicación por encima de la que percibíamos a flor de piel.

La marginalidad es una dialéctica. Para ser uno de sus actores se debe haber ocupado los distintos roles al menos una vez. Ése es el secreto. Quizá todo ser humano se precie con razón de que alguna vez estuvo ahí. Marginó y fue marginado, fue marginado y marginó. No importa el orden. La dialéctica acepta idas y vueltas, ascensos y descensos, cada síntesis renueva los actores. La conciencia de esto es lo único que nos ayuda a cortar el círculo y dar un portazo a los sectarismos de todo origen.
En otras palabras, el deseo de regresar a la celda se entiende porque fuera de ella se pierde lo esencial. En la cárcel se mantiene la ilusión de la libertad, fuera de ella no se tiene nada.





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