domingo, 9 de noviembre de 2014

Nosotras 1





Nosotras




1


Marga me habla de un sueño. Un sueño recurrente que la persigue desde la adolescencia y la juventud. Me comenta, en tono de confesión, que incluso la perturbó estando conmigo. Señala que algunas mañanas se despertó rara por causa de esa historia que la visita cada tanto y que no la suelta. No quiere otorgarle otra explicación que la que le daría a una rutina diurna, que la invade y sobre la que no tiene poder. Pero algo en ese sueño no permite que ella, o que yo, seamos ingenuas y que nos resguardemos en el silencio. Nos incita a hablar. El sueño de una persona, sea parte de la dicha o sea una pesadilla, no concluye en quien le da vida, alcanza a los otros.

Sin evitarla, sin saber cómo hacerlo, esa escena del sueño le habla sobre hechos que ella no reconoce en su pasado, pero sabemos que algo que nace en él se manifiesta y se resiste a ceder. La escucho y, como si yo también fuera presa de una magia que nos supera, tengo la sensación de haberla oído en otras ocasiones narrarme el episodio. Una historia. La escena de un cuento se abre ante mí:

– Contemplo mi cuerpo. Nada oculta mi presencia para mis ojos. Recuerdo el placer, el íntimo placer que esto me da. Observo mis largos cabellos caer sobre la espalda. Sufro al pensar en cortarlos. Mamá a veces amenaza con atacar con el doble filo de las tijeras sobre ellos. Murmura, otras veces grita, o sólo habla a medias, acerca del tiempo que pierdo en ellos. Dice que les dedico más del que merecen. Quiere reducirlos a una dócil y vergonzante melena. En cada oportunidad que se viene con eso, me quedo en silencio un largo rato, sin saber hacia dónde escapar y, menos aún, qué responder en mi defensa. Estoy aterrorizada con que eso, en verdad, pueda ocurrir. Imagino mi cabeza mutilada por esas tijeras de un gris metal, otras negras, que me persiguen en sueños por toda la habitación. Me canso de huir, caigo al piso y saltan sobre mí; yo estoy abajo, lloriqueando, sudada, no respetan mi congoja ni mis ruegos.
Mi madre sabe muy bien cómo sufro por sus juegos pero, siempre que tiene la ocasión, vuelve con deleite a ellos. Algunas veces después de inquietarme, se presenta arrepentida, pasa por detrás de mí y con su mano poderosa agita a gusto mi flequillo de adolescente. Ríe, ríe muy tontamente, como una boba, y yo siento un gran alivio en mi panza y dejo que la maldita leche pase por la garganta.


Entonces calla. Cesa de hablarme y se hace un nudo con el cuerpo, hasta que yo comienzo a acariciarla por la espalda, le tomo las manos por detrás, las que ha enlazado y que me cuesta ir separando, y le hago un sitio a mis dedos, que también quieren ser parte de ese cuerpo. Percibo que tiembla, y la beso y continuó acariciando, hasta que se abre y gira hacia mí, y comenzamos a amarnos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario