domingo, 30 de noviembre de 2014

El enfermo imaginario 3










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Esa semana se inició un ciclo al que aún estoy ligada. Visitas a médicos, análisis, radiografías, consultas, derivaciones, turnos que se sucedían, diagnósticos que alentaban, tomografías, diagnósticos que nos apretaban al llanto, al silencio, a la euforia. No es mi fuerte hablar sobre estas cuestiones –me he dedicado al arte, a la literatura, al amor–, es un camino que no era mi camino el que fui andado, no reniego de él, sólo confieso que mi voz se apaga en su relato.
Lo que agrego, si sirve a la historia, es que en esas circunstancias sentí que la invitación a la vida era inconclusa. Sólo en ocasiones aisladas esa invitación recuperaba algo del sentido inicial, pero luego era rebasada por una serie incipiente de cuestiones anodinas, que mantenían entre sí una fuerte coherencia, una cordura que no era la mía y que, aún cuando parecía antojadiza, se erguía dominante ante el esfuerzo y las intenciones de una.
Tal vez, del otro lado estuviera la libertad, pero ¿cuánto dura esa libertad? Tal vez menos del tiempo que nos dedicamos a pensar en ella. Ése era en parte el fracaso.


Alguien se acercó y me aconsejó que, en el día a día, lo mejor era mantener los hábitos. No sé si entendí bien, no oía todo lo que me decían; por momentos deseaba hablar, pero callaba. Comentó algo acerca de la guerra, de que en tiempos de guerra se debe continuar con las obligaciones, el trabajo, los estudios, los horarios; se debe seguir con la rutina como si nada sucediera, que esa guía de lo cotidiano ayuda. Ceñirse a un orden externo parecía el remedio adecuado a la interrupción de la armonía.



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