miércoles, 26 de noviembre de 2014

El destino 5







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Tengo la imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de nosotras mismas.

Esta escena no llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente y me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi voluntad.



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