lunes, 1 de diciembre de 2014

El enfermo imaginario 4










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No tengo la voz de un hombre. Nunca mi voz será eso. Mi voz es la voz de ella, la voz y los sonidos de una mujer. Los pasos de mis pies son leves, apenas se perciben sobre la madera donde percuten o las baldosas en las que se deslizan. No los comparo con los pasos de ellos, los de ellos son fuertes; los míos débiles, delicados. Mi aliento no gana la mañana con ese ímpetu que lleva el aliento de ellos. Mi voz se puede elevar, pero nunca se elevará como la voz de un hombre, tonante, impostada. Pero yo, mujer, amo a una mujer como ningún hombre la amaría. Y sus pasos y su voz, y su aliento, no llegarán a ella despojados, porque en ella estaré yo, seré su compañera. Y dejaré los vestidos que he heredado, dejaré los zapatos de punta que me hacen ridícula y nunca serán míos.
Yo mujer no pensaré, cuando pienso en ella, en lo que ellos piensan; pero no por eso lo mío será distinto, en esa esencia que apenas rozamos. Lo mío y de quien esté a mi lado, tendrá el mismo sabor, un sabor de tierra, de esa mezcla de la que se hacen las cosas más entrañables, como el amor, el olvido, el recuerdo, esta vida.

Me perderé en mis sentimientos como ustedes, como ellos, me perderé como yo, como nosotras, como siempre deseamos hacerlo. Me perderé en mis sentimientos, porque ésa es la única manera en la que realmente soy, en ellos existo sin límites.

Lo que haga siempre será poco. Pero aquí es donde debo estar, donde debo ser. Nada es tan distinto bajo el sol. Cada cuerpo lleva su sombra en sus propios huesos. Su carne esconde lo que se eleva altísimo como un dios. Cada cuerpo lleva su sombra y yo busco aquella sombra donde la mía entregue su oscuridad como una ofrenda.



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