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En ocasiones,
por la mañana o entrada la noche, me sentaba sola a beber un café y pensaba que
esto que le sucedía a Marga era una oportunidad que se nos brindaba. La reunión
de sucesos debía enseñarnos a domesticar nuestro lado más salvaje y ayudarnos a
subvertir los restos de un servilismo oculto que aún residía en nosotras, un
resabio atávico que nos sojuzgaba.
Los seres
humanos tenemos un perfil que no siempre encaja con lo que somos y menos, mucho
menos, con lo que, realmente, podemos llegar a ser. Desperdiciamos esta
existencia seguros de que alguien vendrá con otra ficha y el viejo juego –el
juego gastado– comenzará nuevamente. Queda el sentido, la arrogancia de quien
tiene algo para decir, cuando la corriente invade esta realidad y la reduce a
períodos de hibernación. Ahí observamos la jactancia de seres grises, que
deambulan extraviados, salvos en sus aspiraciones gracias a un designio fijo y
establecido, sumidos al ciclo de generación y corrupción que contamina toda
materia. En algunas personas, la locura en la que viven no les deja tiempo para
enterarse de que están enfermas. Esa locura actúa como protección.
El mundo –y
según parece el cuerpo también– no está hecho para el exceso. Las grandes
inteligencias, lo que excede la medida, habitualmente son castigadas con la
marginación, observando cómo se premia la constancia en un trabajo y una
función insignificantes, por encima del talento y el riesgo. Ése quizá sea el
mundo y lo otro sólo historias que tejemos para sobrevivir en él.
Llegamos a
esta existencia plenos de vida y sólo se aprenden algunas cosas –sólo algunas–
cuando ya es tarde o el sol del día ha comenzado a ponerse por encima de
nuestras cabezas. Si necesitaba consuelo, éste, seguramente, no debía provenir
de piadosas palabras referidas a lo que estaba ocurriendo. Cierta compañía
humana en los momentos apropiados –quizá en silencio, tal vez envuelta en
diálogos ajenos a los hechos– es el consuelo que ayuda a estar en el camino,
sin resignarse a él.
Y Marga,
nuevamente, aparecía en mis pensamientos. Su sabiduría era silenciosa. Se
filtraba en la realidad que la rodeaba como el agua se filtra en la tierra, en
las casas, en los techos. El agua penetra donde quiere. No hay elemento capaz
de detenerla. El agua, ante lo que está, avanza demonio en sí misma. El agua es
ella, el agua somos nosotras.
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