jueves, 4 de diciembre de 2014

El enfermo imaginario Capítulo Completo








El enfermo imaginario


1



No recuerdo con certeza si fue la semana siguiente, el sábado posterior. Regresábamos del centro, luego de cenar y asistir a un festival de teatro francés. Lo que recuerdo con precisión es la obra, habíamos visto “Le Malade imaginaire” de Molière, por un elenco de jóvenes universitarios que estaban de gira. En el mes se habían presentado otras compañías internacionales, y Marga tenía especial interés en ver esta puesta de las peripecias de Argán, ese pater familias ridiculizado a la vez que satisfecho. Molière era un autor que a las dos nos atraía. Sentíamos a su teatro contemporáneo. Sin que importaran los temas que tocara, introducíamos una mirilla y espiábamos desde ese mundo, lejano en el tiempo, a éste que habitábamos. Él y Voltaire estaban entre nuestros dioses galos. Sus obras y su arte, siempre eran buena compañía.

Ingresamos a nuestra casa y Marga me hizo a un lado con un ademán rápido y firme. La observé apoyada contra el marco de la puerta en el instante en que comenzó su parlamento:

“Vuestro más alto saber es sólo una quimera,
Médicos incompetentes;”

Mientras caminaba el hall de entrada agregó, con voz cantarina y  sin permitir que me acercara a ella, ni que me moviera de donde me había dejado parada:

“No podéis curar, con vuestros picos elocuentes
El mal que me desespera:
Vuestro altísimo saber: una pura quimera.

¡Ay!, descubrirle no miro
Este amoroso tormento
Al pastor por quién suspiro,
Que es mi único ungüento.
No presumáis de subsanar el padecimiento,
Ignorantes médicos; carecéis de talento.
Vuestro más alto saber es sólo una quimera.
Todas las propiedades que el vulgo ordinario
A vuestros tibios remedios suele atribuir
En nada le han beneficiado a mi calvario.
El pico que tenéis sólo le puede servir
A un enfermo imaginario.”


Con las últimas palabras se acercó y me besó en la boca. La dejé jugar un instante. Me había gustado verla interpretar, sólo para mí, ese breve texto del inicio de la obra. Exhibía en la intimidad talentos que solía ocultar ante los otros. La tomé de la mano, pasé un dedo por su nariz, besé su frente y fui hacia la cocina. Ella se puso, en silencio, a elegir la música. La perdí de vista mientras preparaba el café. Marga, excitada, había abierto una botella de champagne. Tomó dos copas, las sirvió y llevó el balde hasta el dormitorio. Fui con ella. Dejé mis tazas calientes, mientras observaba el vapor que se despedía de ese líquido negro que, seguramente, terminaría derramado al otro día sobre la pileta de la cocina, y pasé una mano sobre ellas, en despedida. Sentí el calor del agua que se condensaba en mi piel. Entré a nuestro cuarto, luego de deslizar los dedos aún tibios sobre Puig, nuestro gato, que descansaba sobre su almohadón preferido. En un lapso de ese sueño, insinuó un gentil ronroneo, sin abrir siquiera sus ojos. Y hallé a Marga sentada a un lado de la cama, con una copa en la mano, al tiempo que sonreía y se la pasaba por los labios. Estaba feliz. Yo sabía que parte del entusiasmo provenía de la oportunidad que le iba a dar una importante galería de Buenos Aires, con una chance de que saliera algo en San Pablo. Ahora creo que en esa noche una suma de presentes era lo que la hacía mostrarse así.

Dejé encendida una luz tenue. Mientras bebíamos el champagne, hablaba con gran entusiasmo, saltaba de un tema al otro. Comenzamos a besarnos y noté que eso, a diferencia de lo que esperaba, mitigó su entusiasmo. Cuando ya no quedó nada en la botella, ni en las copas, se recostó y, finalmente, se fue silenciando. La cabeza me daba vueltas. La acaricié. Acaricié su cuerpo desnudo como en otras noches y la oí dormir. En los labios parecía tener grabada una sonrisa, después acudieron a mí esas ideas. Con los dedos había vuelto a rozar algo que no me agradó. Su rostro descansaba, sus piernas se arqueaban apenas. Giró hacia mí, como buscándome aún en el sueño. Le volví a pasar una mano por los cabellos y traté de pensar en otra cosa, de distraerme en cualquiera de los temas que hasta ese instante flotaban en el aire y parecían hacerse del protagonismo de los próximos meses. Dormí bien, hasta tarde. Mañana sería domingo.





2


En el desayuno fue la primera vez que mencioné el tema. Miró hacia otro lado; segundos después comentó que días atrás había notado esa aparición. Según sus palabras, inicialmente no le prestó atención, pero al percibir que la presencia no disminuía, sino que aumentaba, agregó que había decidido ir al médico la semana próxima. Ya tenía turno.
No quisimos nombrar la palabra enfermedad, mucho menos tumor, pero a partir de ese instante el día tomó un ritmo cansino, se adaptó a un compás diferente al de otros domingos o de un día cualquiera. Sentí que nuestras cabezas habían sido fijadas en eso, aunque nuestras palabras y rostros intentaran dibujar un paisaje distinto.






 3



Esa semana se inició un ciclo al que aún estoy ligada. Visitas a médicos, análisis, radiografías, consultas, derivaciones, turnos que se sucedían, diagnósticos que alentaban, tomografías, diagnósticos que nos apretaban al llanto, al silencio, a la euforia. No es mi fuerte hablar sobre estas cuestiones –me he dedicado al arte, a la literatura, al amor–, es un camino que no era mi camino el que fui andado, no reniego de él, sólo confieso que mi voz se apaga en su relato.
Lo que agrego, si sirve a la historia, es que en esas circunstancias sentí que la invitación a la vida era inconclusa. Sólo en ocasiones aisladas esa invitación recuperaba algo del sentido inicial, pero luego era rebasada por una serie incipiente de cuestiones anodinas, que mantenían entre sí una fuerte coherencia, una cordura que no era la mía y que, aún cuando parecía antojadiza, se erguía dominante ante el esfuerzo y las intenciones de una.
Tal vez, del otro lado estuviera la libertad, pero ¿cuánto dura esa libertad? Tal vez menos del tiempo que nos dedicamos a pensar en ella. Ése era en parte el fracaso.

Alguien se acercó y me aconsejó que, en el día a día, lo mejor era mantener los hábitos. No sé si entendí bien, no oía todo lo que me decían; por momentos deseaba hablar, pero callaba. Comentó algo acerca de la guerra, de que en tiempos de guerra se debe continuar con las obligaciones, el trabajo, los estudios, los horarios; se debe seguir con la rutina como si nada sucediera, que esa guía de lo cotidiano ayuda. Ceñirse a un orden externo parecía el remedio adecuado a la interrupción de la armonía.





4



No tengo la voz de un hombre. Nunca mi voz será eso. Mi voz es la voz de ella, la voz y los sonidos de una mujer. Los pasos de mis pies son leves, apenas se perciben sobre la madera donde percuten o las baldosas en las que se deslizan. No los comparo con los pasos de ellos, los de ellos son fuertes; los míos débiles, delicados. Mi aliento no gana la mañana con ese ímpetu que lleva el aliento de ellos. Mi voz se puede elevar, pero nunca se elevará como la voz de un hombre, tonante, impostada. Pero yo, mujer, amo a una mujer como ningún hombre la amaría. Y sus pasos y su voz, y su aliento, no llegarán a ella despojados, porque en ella estaré yo, seré su compañera. Y dejaré los vestidos que he heredado, dejaré los zapatos de punta que me hacen ridícula y nunca serán míos.
Yo mujer no pensaré, cuando pienso en ella, en lo que ellos piensan; pero no por eso lo mío será distinto, en esa esencia que apenas rozamos. Lo mío y de quien esté a mi lado, tendrá el mismo sabor, un sabor de tierra, de esa mezcla de la que se hacen las cosas más entrañables, como el amor, el olvido, el recuerdo, esta vida.

Me perderé en mis sentimientos como ustedes, como ellos, me perderé como yo, como nosotras, como siempre deseamos hacerlo. Me perderé en mis sentimientos, porque ésa es la única manera en la que realmente soy, en ellos existo sin límites.
Lo que haga siempre será poco. Pero aquí es donde debo estar, donde debo ser. Nada es tan distinto bajo el sol. Cada cuerpo lleva su sombra en sus propios huesos. Su carne esconde lo que se eleva altísimo como un dios. Cada cuerpo lleva su sombra y yo busco aquella sombra donde la mía entregue su oscuridad como una ofrenda.






5



Muchos términos, que no eran propios de mi vocabulario, por esos días comenzaron a serme comunes. Pensaba en cosas que leía; en mi cabeza iban y venían, datos y estadísticas, para los que no estaba capacitada. No sabía desentrañarlos en su significado. Y hoy dudo de que algo de ese fárrago teórico me fuera útil. A diferencia de mí, a Marga esto no parecía interesarle en lo mínimo. Aceptaba que esas cuestiones la trascendían. Debían ocuparse de ellas los médicos, los especialistas. Ninguna de nosotras. Y su cuerpo –como el templo que de pequeña me habían dicho que era el cuerpo de cada ser humano– tenía que realizar el resto del trabajo reparador, ante ese sacrilegio celular al que parecía destinado.
Fui consciente que ante la enfermedad, si no se está alerta, uno puede ser arrastrado por una serie de sucesos e ideas que hasta ese momento no sospechaba. La enfermedad de Marga era la primera que vivía realmente. Pasé por otras que afectaron incluso a seres cercanos, pero no dejaban de serme ajenas; ésta yo también la padecía.







 6



En ocasiones, por la mañana o entrada la noche, me sentaba sola a beber un café y pensaba que esto que le sucedía a Marga era una oportunidad que se nos brindaba. La reunión de sucesos debía enseñarnos a domesticar nuestro lado más salvaje y ayudarnos a subvertir los restos de un servilismo oculto que aún residía en nosotras, un resabio atávico que nos sojuzgaba.
Los seres humanos tenemos un perfil que no siempre encaja con lo que somos y menos, mucho menos, con lo que, realmente, podemos llegar a ser. Desperdiciamos esta existencia seguros de que alguien vendrá con otra ficha y el viejo juego –el juego gastado– comenzará nuevamente. Queda el sentido, la arrogancia de quien tiene algo para decir, cuando la corriente invade esta realidad y la reduce a períodos de hibernación. Ahí observamos la jactancia de seres grises, que deambulan extraviados, salvos en sus aspiraciones gracias a un designio fijo y establecido, sumidos al ciclo de generación y corrupción que contamina toda materia. En algunas personas, la locura en la que viven no les deja tiempo para enterarse de que están enfermas. Esa locura actúa como protección.

El mundo –y según parece el cuerpo también– no está hecho para el exceso. Las grandes inteligencias, lo que excede la medida, habitualmente son castigadas con la marginación, observando cómo se premia la constancia en un trabajo y una función insignificantes, por encima del talento y el riesgo. Ése quizá sea el mundo y lo otro sólo historias que tejemos para sobrevivir en él.
Llegamos a esta existencia plenos de vida y sólo se aprenden algunas cosas –sólo algunas– cuando ya es tarde o el sol del día ha comenzado a ponerse por encima de nuestras cabezas. Si necesitaba consuelo, éste, seguramente, no debía provenir de piadosas palabras referidas a lo que estaba ocurriendo. Cierta compañía humana en los momentos apropiados –quizá en silencio, tal vez envuelta en diálogos ajenos a los hechos– es el consuelo que ayuda a estar en el camino, sin resignarse a él.

Y Marga, nuevamente, aparecía en mis pensamientos. Su sabiduría era silenciosa. Se filtraba en la realidad que la rodeaba como el agua se filtra en la tierra, en las casas, en los techos. El agua penetra donde quiere. No hay elemento capaz de detenerla. El agua, ante lo que está, avanza demonio en sí misma. El agua es ella, el agua somos nosotras.





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