lunes, 1 de diciembre de 2014

El destino Capítulo Completo



El destino





1



Algo sonó fuera de la casa. Debe haber sido la bocina de una ambulancia, de ésas que en la noche recorren solitarias la ciudad. Sin aviso, se introdujo en nuestro cuarto.
Me desperté como si ya fuera de día, sin rastros del sueño. Descansaba a mi lado. La contemplé alejada de todo lo que nos afectaba en la vigilia. Me vino a la mente la idea, la fantasía, de que volviéramos a ser jóvenes, de que en un instante este paisaje de la vida le hiciera lugar a ese presente que fue; que regresaran los rostros, las sonrisas, las palabras; que regresaran los seres, que ya no eran o habían dejado de estar a nuestro lado.
Amar la vida es lo único que me vino a la mente en esa madrugada, despierta a deshora, junto a la mujer que amaba. Pensé, con un dramatismo al que no estaba habituada, que mientras que en el mundo abunda el dolor, dejamos pasar oportunidad tras oportunidad, como si siempre hubiera tiempo para aquello que no sabemos realmente qué es. Intercambiamos las máscaras de jueces y verdugos con otros pasajeros de esta historia, e insistimos con errores que se reiteran en nuestra juventud, adultez y ancianidad. Los marginados nos despiertan temor, y no alcanzamos a comprender que esa extrañeza la compartimos todos, sin diferencia, más allá de que en algún instante nuestra estrella esté en lo alto. Lo único que brilla siempre es el sol, y nosotros somos inconclusos planetas que giran alrededor de esa estrella. Nuestra rotación, morosamente, descansa del lado oscuro, donde la vegetación es fría y no crece, donde el agua se transforma en hielo y no corre, donde las formas animales toman el rostro de las rocas y se deshacen en arena.

Creo que tengo cosas por decir, aunque no conozca la verdadera noción acerca de qué es lo que sospecho y necesito trasmitir, lo que está en mi boca y apenas me permite respirar.






2



Se me hace que somos muchos quienes vivimos esta existencia como si luego existiera otra oportunidad, como si al cabo de los años la suerte nos brindara otro ida y vuelta. No en una vida extraña, alejada de los seres, de los sitios e incluso de las situaciones que de alguna manera hemos transitado. Sino aquí mismo, en un sentido fuerte del aquí mismo. Por la magia de esta época, estamos habituados a que la función siempre empieza de nuevo, el game over no nos asusta. Sin duda que esto es locura, pero esa sensación que nos recorre, más allá de que no lo confesemos y de que, en la mayoría de los casos, sea inconsciente, considero que obra de escudo o de distracción con respecto a la verdad.
No voy a declarar nada acerca de esa verdad. La verdad la sabemos, está dentro; quien más, quien menos, la vislumbra, la lleva esparcida en su ser. Hay una vivencia de ella, por más enajenado que estemos y que la alienación haya perturbado nuestra relación con ella. No hay instante en que no estemos despidiéndonos. Cada célula, cada órgano, cada pelo, cada miembro, es testigo de este rito continuo que nuestros progenitores y ancestros han iniciado.

Hay una edad en que esa conciencia trágica parece atenuarse. Confiamos en que va desapareciendo, que se esfumará y terminará extinguiéndose y que nos dejará tranquilos de ahí en adelante, pero un día retorna, se instala cómodamente en nosotros y no da señales de abandonarnos nuevamente. Cada mañana, ni bien despertamos, está ahí.
Hay temporadas que, desde el amanecer, en lo primero que pensamos es en el tiempo que nos queda. Y sabemos que ese tiempo también será devorado, sin que tengamos dominio ni capacidad para evitarlo. Las horas seguirán con ese tintineo en la cabeza. No se acallará a lo largo de la jornada, estará ahí, hagamos lo que hagamos, sujeto a nosotros como un animal silencioso, que detrás de su gentileza es el cazador más eficiente de la manada. Lo sorprendente es esa distracción de la que les hablaba, cómo logra, con su naturalidad y simpleza, hacerse un lugar en nosotros y, gracias a los efectos del sopor que causa, nos permite seguir hacia adelante y hace que nuestra tierra no sea ganada sólo por la verdad. Elude que se instale una voz que enmudezca al resto y nos diga que no hay sentido en ningún acto. Si esto no ocurriera, caeríamos exhaustos sobre el primer sillón que esté frente a nosotros y no nos moveríamos hasta que nos alcanzara la noche. Pero esa voz no aparece. Esa voz no es tan elevada. Entonces seguimos. Seguimos día a día. Somos criaturas embriagadas, destellos apagados.







3



Tengo sueños raros. Y lo extraño es que por la mañana, al despertarme siento que una energía distinta me recorre el cuerpo y me guía en lo que hago. En esos sueños aparece gente conocida; han  llegado a estar mis padres, algunas amigas, también Marga. Los lugares siempre son aquellos en los que viví antes de conocerla, pero misteriosamente me resultan apropiados para nosotras. Son en el pasado. Las acciones son en el pasado o en un presente distinto. En esas historias, que parecen episodios, las piezas se engarzan alrededor de algo que trasciende y otorga sentido al abanico de expectativas, presiones y desencuentros que a veces nos envuelve. Mis sueños sobrepasan ese cerco.







4



Nunca me explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.

Percibió mis movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme, mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.
Cuando se cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando los barrotes, se dedicó a gozar.







5



Tengo la imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de nosotras mismas.
Esta escena no llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente, y me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi voluntad.






6



Después de la sorpresa de ese despertar, por varias semanas vivimos cierto frenesí sexual que cada día era mayor. Visto desde afuera, daba la impresión de que no podíamos estar juntas sin besarnos, ni acariciarnos, sin desear que nuestros cuerpos se entregaran al placer con una intensidad renovada.

Una de esas noches fuimos a un cumpleaños. Nos costó disimular ese fuego desde las primeras horas. Habíamos bebido algo de más. Marga se subió a mis piernas y empezó a besarme. Percibí que a nuestro alrededor se extrañaban de nuestro comportamiento, pero no era capaz de separarla de mí, menos de insinuarle algo que la  afectara. Sus manos intentaron abrirse dentro de mi blusa, cuando sentí un chirlo en mis piernas que me disuadió a seguir. Tomé su mano, la besé y le pedí que me alcanzara el vaso. Reaccioné gracias a ese gesto de una amiga y comencé a dialogar con los otros invitados. Por suerte fui capaz de enfriar el momento, sino hubiéramos terminado, tempranamente, enredadas entre las sábanas del dormitorio de Laura, bajo la mirada cómplice de algunas y la sorpresa del resto.
Cuando al final de la velada retornamos a Villa del Parque, entramos a nuestra habitación contentas de estar juntas. Llevábamos copas en las manos y una botella. Entre caricias, nos desnudamos una a la otra. Ahí fue que toque algo raro, algo que en ese estado no me permití apreciar, más allá de saber que estaba palpando una diferencia en un cuerpo para mí perfecto y que ahora, por razones que desconocía, se veía invadido por una forma ajena.




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