El destino
1
Algo sonó
fuera de la casa. Debe haber sido la bocina de una ambulancia, de ésas que en
la noche recorren solitarias la ciudad. Sin aviso, se introdujo en nuestro
cuarto.
Me desperté
como si ya fuera de día, sin rastros del sueño. Descansaba a mi lado. La
contemplé alejada de todo lo que nos afectaba en la vigilia. Me vino a la mente
la idea, la fantasía, de que volviéramos a ser jóvenes, de que en un instante
este paisaje de la vida le hiciera lugar a ese presente que fue; que regresaran
los rostros, las sonrisas, las palabras; que regresaran los seres, que ya no
eran o habían dejado de estar a nuestro lado.
Amar la vida
es lo único que me vino a la mente en esa madrugada, despierta a deshora, junto
a la mujer que amaba. Pensé, con un dramatismo al que no estaba habituada, que
mientras que en el mundo abunda el dolor, dejamos pasar oportunidad tras
oportunidad, como si siempre hubiera tiempo para aquello que no sabemos
realmente qué es. Intercambiamos las máscaras de jueces y verdugos con otros
pasajeros de esta historia, e insistimos con errores que se reiteran en nuestra
juventud, adultez y ancianidad. Los marginados nos despiertan temor, y no
alcanzamos a comprender que esa extrañeza la compartimos todos, sin diferencia,
más allá de que en algún instante nuestra estrella esté en lo alto. Lo único
que brilla siempre es el sol, y nosotros somos inconclusos planetas que giran
alrededor de esa estrella. Nuestra rotación, morosamente, descansa del lado
oscuro, donde la vegetación es fría y no crece, donde el agua se transforma en
hielo y no corre, donde las formas animales toman el rostro de las rocas y se
deshacen en arena.
Creo que tengo
cosas por decir, aunque no conozca la verdadera noción acerca de qué es lo que
sospecho y necesito trasmitir, lo que está en mi boca y apenas me permite
respirar.
2
Se me hace que
somos muchos quienes vivimos esta existencia como si luego existiera otra
oportunidad, como si al cabo de los años la suerte nos brindara otro ida y
vuelta. No en una vida extraña, alejada de los seres, de los sitios e incluso
de las situaciones que de alguna manera hemos transitado. Sino aquí mismo, en
un sentido fuerte del aquí mismo. Por
la magia de esta época, estamos habituados a que la función siempre empieza de
nuevo, el game over no nos asusta.
Sin duda que esto es locura, pero esa sensación que nos recorre, más allá de
que no lo confesemos y de que, en la mayoría de los casos, sea inconsciente,
considero que obra de escudo o de distracción con respecto a la verdad.
No voy a
declarar nada acerca de esa verdad. La verdad la sabemos, está dentro; quien
más, quien menos, la vislumbra, la lleva esparcida en su ser. Hay una vivencia
de ella, por más enajenado que estemos y que la alienación haya perturbado
nuestra relación con ella. No hay instante en que no estemos despidiéndonos.
Cada célula, cada órgano, cada pelo, cada miembro, es testigo de este rito
continuo que nuestros progenitores y ancestros han iniciado.
Hay una edad
en que esa conciencia trágica parece atenuarse. Confiamos en que va
desapareciendo, que se esfumará y terminará extinguiéndose y que nos dejará
tranquilos de ahí en adelante, pero un día retorna, se instala cómodamente en
nosotros y no da señales de abandonarnos nuevamente. Cada mañana, ni bien
despertamos, está ahí.
Hay temporadas
que, desde el amanecer, en lo primero que pensamos es en el tiempo que nos
queda. Y sabemos que ese tiempo también será devorado, sin que tengamos dominio
ni capacidad para evitarlo. Las horas seguirán con ese tintineo en la cabeza. No
se acallará a lo largo de la jornada, estará ahí, hagamos lo que hagamos, sujeto
a nosotros como un animal silencioso, que detrás de su gentileza es el cazador
más eficiente de la manada. Lo sorprendente es esa distracción de la que les
hablaba, cómo logra, con su naturalidad y simpleza, hacerse un lugar en
nosotros y, gracias a los efectos del sopor que causa, nos permite seguir hacia
adelante y hace que nuestra tierra no sea ganada sólo por la verdad. Elude que
se instale una voz que enmudezca al resto y nos diga que no hay sentido en
ningún acto. Si esto no ocurriera, caeríamos exhaustos sobre el primer sillón
que esté frente a nosotros y no nos moveríamos hasta que nos alcanzara la
noche. Pero esa voz no aparece. Esa voz no es tan elevada. Entonces seguimos.
Seguimos día a día. Somos criaturas embriagadas, destellos apagados.
3
Tengo sueños
raros. Y lo extraño es que por la mañana, al despertarme siento que una energía
distinta me recorre el cuerpo y me guía en lo que hago. En esos sueños aparece
gente conocida; han llegado a estar mis
padres, algunas amigas, también Marga. Los lugares siempre son aquellos en los
que viví antes de conocerla, pero misteriosamente me resultan apropiados para
nosotras. Son en el pasado. Las acciones son en el pasado o en un presente
distinto. En esas historias, que parecen episodios, las piezas se engarzan
alrededor de algo que trasciende y otorga sentido al abanico de expectativas,
presiones y desencuentros que a veces nos envuelve. Mis sueños sobrepasan ese
cerco.
4
Nunca me
explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber
amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la
habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus
caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el
otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los
tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche
anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse
temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el
comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.
Percibió mis
movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba
de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del
que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había
adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba
parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que
excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la
cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la
altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo
a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de
mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus
dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se
arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre
mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con
otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una
mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La
conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi
boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía
los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba
la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme,
mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos
y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se
aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos
entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.
Cuando se
cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó
sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando
los barrotes, se dedicó a gozar.
5
Tengo la
imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se
ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el
agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una
sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la
construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos
detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve
al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene
algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de
nosotras mismas.
Esta escena no
llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con
los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que
vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire
que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente, y
me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese
curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el
líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras
manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que
las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces
abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso
ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi
voluntad.
6
Después de la sorpresa de ese despertar, por varias semanas vivimos
cierto frenesí sexual que cada día era mayor. Visto desde afuera, daba la
impresión de que no podíamos estar juntas sin besarnos, ni acariciarnos, sin
desear que nuestros cuerpos se entregaran al placer con una intensidad renovada.
Una de esas
noches fuimos a un cumpleaños. Nos costó disimular ese fuego desde las primeras
horas. Habíamos bebido algo de más. Marga se subió a mis piernas y empezó a
besarme. Percibí que a nuestro alrededor se extrañaban de nuestro
comportamiento, pero no era capaz de separarla de mí, menos de insinuarle algo
que la afectara. Sus manos intentaron
abrirse dentro de mi blusa, cuando sentí un chirlo en mis piernas que me
disuadió a seguir. Tomé su mano, la besé y le pedí que me alcanzara el vaso. Reaccioné
gracias a ese gesto de una amiga y comencé a dialogar con los otros invitados.
Por suerte fui capaz de enfriar el momento, sino hubiéramos terminado, tempranamente,
enredadas entre las sábanas del dormitorio de Laura, bajo la mirada cómplice de
algunas y la sorpresa del resto.
Cuando al
final de la velada retornamos a Villa del Parque, entramos a nuestra habitación
contentas de estar juntas. Llevábamos copas en las manos y una botella. Entre
caricias, nos desnudamos una a la otra. Ahí fue que toque algo raro, algo que
en ese estado no me permití apreciar, más allá de saber que estaba palpando una
diferencia en un cuerpo para mí perfecto y que ahora, por razones que
desconocía, se veía invadido por una forma ajena.
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