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Muchos
términos, que no eran propios de mi vocabulario, por esos días comenzaron a
serme comunes. Pensaba en cosas que leía; en mi cabeza iban y venían, datos y
estadísticas, para los que no estaba capacitada. No sabía desentrañarlos en su
significado. Y hoy dudo de que algo de ese fárrago teórico me fuera útil. A
diferencia de mí, a Marga esto no parecía interesarle en lo mínimo. Aceptaba
que esas cuestiones la trascendían. Debían ocuparse de ellas los médicos, los
especialistas. Ninguna de nosotras. Y su cuerpo –como el templo que de pequeña
me habían dicho que era el cuerpo de cada ser humano– tenía que realizar el
resto del trabajo reparador, ante ese sacrilegio celular al que parecía
destinado.
Fui consciente
que ante la enfermedad, si no se está alerta, uno puede ser arrastrado por una
serie de sucesos e ideas que hasta ese momento no sospechaba. La enfermedad de
Marga era la primera que vivía realmente. Pasé por otras que afectaron incluso
a seres cercanos, pero no dejaban de serme ajenas; ésta yo también la padecía.
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