viernes, 5 de diciembre de 2014

Amor en Baires: Primeros 7 capítulos completos








  Hoy en Amor en Baires no ofrecemos nada nuevo. Abajo indicamos -para quienes aún no leyeron todo el material subido- los links donde está completo cada uno de los 7 primeros capítulos, además del Plan de obra. Allí encontrarán información general sobre la historia de amor de Marga y Leda.
  Con estas entregas diarias, al modo de un folletín, llegamos a la mitad de la obra.

Plan de la obra: 
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/10/amor-en-baires-una-novela-de-hector.html

Capítulo 1 – Entrada al jardín:
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/10/entrada-al-jardin-capitulo-completo.html

Capítulo 2 – El castillo de los bichos:
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/11/el-castillo-de-los-bichos-completo_6.html

Capítulo 3 – La diferencia:
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/11/la-diferencia-completo.html

Capítulo 4 – Nosotras:
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/11/nosotras-capitulo-completo.html

Capítulo 5 – Vacaciones en Reta:
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/11/vacaciones-en-reta-capitulo-completo.html

Capítulo 6 – El destino: 
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/12/el-destino-capitulo-completo.html

Capítulo 7 – El enfermo imaginario: 
http://amorenbaires.blogspot.com.ar/2014/12/el-enfermo-imaginario-capitulo-completo.html

  Recuerden que el blog ofrece la opción de suscripción gratuita para recibir diariamente cada actualización en el e-mail privado.

  Agradecemos la divulgación de nuestra propuesta y los comentarios de los lectores. Y aprovechamos para señalar, una vez más, que la política editorial del mercado argentino ha marginado de los sellos pretendidamente literarios esta obra, por eso éste es un intento humilde pero eficaz de que Amor en Baires llegue a sus lectores.

  Muchas gracias por atender a estas cuestiones. La historia de amor de Marga y Leda, como novela, también se les agradece.




jueves, 4 de diciembre de 2014

El enfermo imaginario Capítulo Completo








El enfermo imaginario


1



No recuerdo con certeza si fue la semana siguiente, el sábado posterior. Regresábamos del centro, luego de cenar y asistir a un festival de teatro francés. Lo que recuerdo con precisión es la obra, habíamos visto “Le Malade imaginaire” de Molière, por un elenco de jóvenes universitarios que estaban de gira. En el mes se habían presentado otras compañías internacionales, y Marga tenía especial interés en ver esta puesta de las peripecias de Argán, ese pater familias ridiculizado a la vez que satisfecho. Molière era un autor que a las dos nos atraía. Sentíamos a su teatro contemporáneo. Sin que importaran los temas que tocara, introducíamos una mirilla y espiábamos desde ese mundo, lejano en el tiempo, a éste que habitábamos. Él y Voltaire estaban entre nuestros dioses galos. Sus obras y su arte, siempre eran buena compañía.

Ingresamos a nuestra casa y Marga me hizo a un lado con un ademán rápido y firme. La observé apoyada contra el marco de la puerta en el instante en que comenzó su parlamento:

“Vuestro más alto saber es sólo una quimera,
Médicos incompetentes;”

Mientras caminaba el hall de entrada agregó, con voz cantarina y  sin permitir que me acercara a ella, ni que me moviera de donde me había dejado parada:

“No podéis curar, con vuestros picos elocuentes
El mal que me desespera:
Vuestro altísimo saber: una pura quimera.

¡Ay!, descubrirle no miro
Este amoroso tormento
Al pastor por quién suspiro,
Que es mi único ungüento.
No presumáis de subsanar el padecimiento,
Ignorantes médicos; carecéis de talento.
Vuestro más alto saber es sólo una quimera.
Todas las propiedades que el vulgo ordinario
A vuestros tibios remedios suele atribuir
En nada le han beneficiado a mi calvario.
El pico que tenéis sólo le puede servir
A un enfermo imaginario.”


Con las últimas palabras se acercó y me besó en la boca. La dejé jugar un instante. Me había gustado verla interpretar, sólo para mí, ese breve texto del inicio de la obra. Exhibía en la intimidad talentos que solía ocultar ante los otros. La tomé de la mano, pasé un dedo por su nariz, besé su frente y fui hacia la cocina. Ella se puso, en silencio, a elegir la música. La perdí de vista mientras preparaba el café. Marga, excitada, había abierto una botella de champagne. Tomó dos copas, las sirvió y llevó el balde hasta el dormitorio. Fui con ella. Dejé mis tazas calientes, mientras observaba el vapor que se despedía de ese líquido negro que, seguramente, terminaría derramado al otro día sobre la pileta de la cocina, y pasé una mano sobre ellas, en despedida. Sentí el calor del agua que se condensaba en mi piel. Entré a nuestro cuarto, luego de deslizar los dedos aún tibios sobre Puig, nuestro gato, que descansaba sobre su almohadón preferido. En un lapso de ese sueño, insinuó un gentil ronroneo, sin abrir siquiera sus ojos. Y hallé a Marga sentada a un lado de la cama, con una copa en la mano, al tiempo que sonreía y se la pasaba por los labios. Estaba feliz. Yo sabía que parte del entusiasmo provenía de la oportunidad que le iba a dar una importante galería de Buenos Aires, con una chance de que saliera algo en San Pablo. Ahora creo que en esa noche una suma de presentes era lo que la hacía mostrarse así.

Dejé encendida una luz tenue. Mientras bebíamos el champagne, hablaba con gran entusiasmo, saltaba de un tema al otro. Comenzamos a besarnos y noté que eso, a diferencia de lo que esperaba, mitigó su entusiasmo. Cuando ya no quedó nada en la botella, ni en las copas, se recostó y, finalmente, se fue silenciando. La cabeza me daba vueltas. La acaricié. Acaricié su cuerpo desnudo como en otras noches y la oí dormir. En los labios parecía tener grabada una sonrisa, después acudieron a mí esas ideas. Con los dedos había vuelto a rozar algo que no me agradó. Su rostro descansaba, sus piernas se arqueaban apenas. Giró hacia mí, como buscándome aún en el sueño. Le volví a pasar una mano por los cabellos y traté de pensar en otra cosa, de distraerme en cualquiera de los temas que hasta ese instante flotaban en el aire y parecían hacerse del protagonismo de los próximos meses. Dormí bien, hasta tarde. Mañana sería domingo.





2


En el desayuno fue la primera vez que mencioné el tema. Miró hacia otro lado; segundos después comentó que días atrás había notado esa aparición. Según sus palabras, inicialmente no le prestó atención, pero al percibir que la presencia no disminuía, sino que aumentaba, agregó que había decidido ir al médico la semana próxima. Ya tenía turno.
No quisimos nombrar la palabra enfermedad, mucho menos tumor, pero a partir de ese instante el día tomó un ritmo cansino, se adaptó a un compás diferente al de otros domingos o de un día cualquiera. Sentí que nuestras cabezas habían sido fijadas en eso, aunque nuestras palabras y rostros intentaran dibujar un paisaje distinto.






 3



Esa semana se inició un ciclo al que aún estoy ligada. Visitas a médicos, análisis, radiografías, consultas, derivaciones, turnos que se sucedían, diagnósticos que alentaban, tomografías, diagnósticos que nos apretaban al llanto, al silencio, a la euforia. No es mi fuerte hablar sobre estas cuestiones –me he dedicado al arte, a la literatura, al amor–, es un camino que no era mi camino el que fui andado, no reniego de él, sólo confieso que mi voz se apaga en su relato.
Lo que agrego, si sirve a la historia, es que en esas circunstancias sentí que la invitación a la vida era inconclusa. Sólo en ocasiones aisladas esa invitación recuperaba algo del sentido inicial, pero luego era rebasada por una serie incipiente de cuestiones anodinas, que mantenían entre sí una fuerte coherencia, una cordura que no era la mía y que, aún cuando parecía antojadiza, se erguía dominante ante el esfuerzo y las intenciones de una.
Tal vez, del otro lado estuviera la libertad, pero ¿cuánto dura esa libertad? Tal vez menos del tiempo que nos dedicamos a pensar en ella. Ése era en parte el fracaso.

Alguien se acercó y me aconsejó que, en el día a día, lo mejor era mantener los hábitos. No sé si entendí bien, no oía todo lo que me decían; por momentos deseaba hablar, pero callaba. Comentó algo acerca de la guerra, de que en tiempos de guerra se debe continuar con las obligaciones, el trabajo, los estudios, los horarios; se debe seguir con la rutina como si nada sucediera, que esa guía de lo cotidiano ayuda. Ceñirse a un orden externo parecía el remedio adecuado a la interrupción de la armonía.





4



No tengo la voz de un hombre. Nunca mi voz será eso. Mi voz es la voz de ella, la voz y los sonidos de una mujer. Los pasos de mis pies son leves, apenas se perciben sobre la madera donde percuten o las baldosas en las que se deslizan. No los comparo con los pasos de ellos, los de ellos son fuertes; los míos débiles, delicados. Mi aliento no gana la mañana con ese ímpetu que lleva el aliento de ellos. Mi voz se puede elevar, pero nunca se elevará como la voz de un hombre, tonante, impostada. Pero yo, mujer, amo a una mujer como ningún hombre la amaría. Y sus pasos y su voz, y su aliento, no llegarán a ella despojados, porque en ella estaré yo, seré su compañera. Y dejaré los vestidos que he heredado, dejaré los zapatos de punta que me hacen ridícula y nunca serán míos.
Yo mujer no pensaré, cuando pienso en ella, en lo que ellos piensan; pero no por eso lo mío será distinto, en esa esencia que apenas rozamos. Lo mío y de quien esté a mi lado, tendrá el mismo sabor, un sabor de tierra, de esa mezcla de la que se hacen las cosas más entrañables, como el amor, el olvido, el recuerdo, esta vida.

Me perderé en mis sentimientos como ustedes, como ellos, me perderé como yo, como nosotras, como siempre deseamos hacerlo. Me perderé en mis sentimientos, porque ésa es la única manera en la que realmente soy, en ellos existo sin límites.
Lo que haga siempre será poco. Pero aquí es donde debo estar, donde debo ser. Nada es tan distinto bajo el sol. Cada cuerpo lleva su sombra en sus propios huesos. Su carne esconde lo que se eleva altísimo como un dios. Cada cuerpo lleva su sombra y yo busco aquella sombra donde la mía entregue su oscuridad como una ofrenda.






5



Muchos términos, que no eran propios de mi vocabulario, por esos días comenzaron a serme comunes. Pensaba en cosas que leía; en mi cabeza iban y venían, datos y estadísticas, para los que no estaba capacitada. No sabía desentrañarlos en su significado. Y hoy dudo de que algo de ese fárrago teórico me fuera útil. A diferencia de mí, a Marga esto no parecía interesarle en lo mínimo. Aceptaba que esas cuestiones la trascendían. Debían ocuparse de ellas los médicos, los especialistas. Ninguna de nosotras. Y su cuerpo –como el templo que de pequeña me habían dicho que era el cuerpo de cada ser humano– tenía que realizar el resto del trabajo reparador, ante ese sacrilegio celular al que parecía destinado.
Fui consciente que ante la enfermedad, si no se está alerta, uno puede ser arrastrado por una serie de sucesos e ideas que hasta ese momento no sospechaba. La enfermedad de Marga era la primera que vivía realmente. Pasé por otras que afectaron incluso a seres cercanos, pero no dejaban de serme ajenas; ésta yo también la padecía.







 6



En ocasiones, por la mañana o entrada la noche, me sentaba sola a beber un café y pensaba que esto que le sucedía a Marga era una oportunidad que se nos brindaba. La reunión de sucesos debía enseñarnos a domesticar nuestro lado más salvaje y ayudarnos a subvertir los restos de un servilismo oculto que aún residía en nosotras, un resabio atávico que nos sojuzgaba.
Los seres humanos tenemos un perfil que no siempre encaja con lo que somos y menos, mucho menos, con lo que, realmente, podemos llegar a ser. Desperdiciamos esta existencia seguros de que alguien vendrá con otra ficha y el viejo juego –el juego gastado– comenzará nuevamente. Queda el sentido, la arrogancia de quien tiene algo para decir, cuando la corriente invade esta realidad y la reduce a períodos de hibernación. Ahí observamos la jactancia de seres grises, que deambulan extraviados, salvos en sus aspiraciones gracias a un designio fijo y establecido, sumidos al ciclo de generación y corrupción que contamina toda materia. En algunas personas, la locura en la que viven no les deja tiempo para enterarse de que están enfermas. Esa locura actúa como protección.

El mundo –y según parece el cuerpo también– no está hecho para el exceso. Las grandes inteligencias, lo que excede la medida, habitualmente son castigadas con la marginación, observando cómo se premia la constancia en un trabajo y una función insignificantes, por encima del talento y el riesgo. Ése quizá sea el mundo y lo otro sólo historias que tejemos para sobrevivir en él.
Llegamos a esta existencia plenos de vida y sólo se aprenden algunas cosas –sólo algunas– cuando ya es tarde o el sol del día ha comenzado a ponerse por encima de nuestras cabezas. Si necesitaba consuelo, éste, seguramente, no debía provenir de piadosas palabras referidas a lo que estaba ocurriendo. Cierta compañía humana en los momentos apropiados –quizá en silencio, tal vez envuelta en diálogos ajenos a los hechos– es el consuelo que ayuda a estar en el camino, sin resignarse a él.

Y Marga, nuevamente, aparecía en mis pensamientos. Su sabiduría era silenciosa. Se filtraba en la realidad que la rodeaba como el agua se filtra en la tierra, en las casas, en los techos. El agua penetra donde quiere. No hay elemento capaz de detenerla. El agua, ante lo que está, avanza demonio en sí misma. El agua es ella, el agua somos nosotras.





miércoles, 3 de diciembre de 2014

El enfermo imaginario 6









6



En ocasiones, por la mañana o entrada la noche, me sentaba sola a beber un café y pensaba que esto que le sucedía a Marga era una oportunidad que se nos brindaba. La reunión de sucesos debía enseñarnos a domesticar nuestro lado más salvaje y ayudarnos a subvertir los restos de un servilismo oculto que aún residía en nosotras, un resabio atávico que nos sojuzgaba.
Los seres humanos tenemos un perfil que no siempre encaja con lo que somos y menos, mucho menos, con lo que, realmente, podemos llegar a ser. Desperdiciamos esta existencia seguros de que alguien vendrá con otra ficha y el viejo juego –el juego gastado– comenzará nuevamente. Queda el sentido, la arrogancia de quien tiene algo para decir, cuando la corriente invade esta realidad y la reduce a períodos de hibernación. Ahí observamos la jactancia de seres grises, que deambulan extraviados, salvos en sus aspiraciones gracias a un designio fijo y establecido, sumidos al ciclo de generación y corrupción que contamina toda materia. En algunas personas, la locura en la que viven no les deja tiempo para enterarse de que están enfermas. Esa locura actúa como protección.

El mundo –y según parece el cuerpo también– no está hecho para el exceso. Las grandes inteligencias, lo que excede la medida, habitualmente son castigadas con la marginación, observando cómo se premia la constancia en un trabajo y una función insignificantes, por encima del talento y el riesgo. Ése quizá sea el mundo y lo otro sólo historias que tejemos para sobrevivir en él.
Llegamos a esta existencia plenos de vida y sólo se aprenden algunas cosas –sólo algunas– cuando ya es tarde o el sol del día ha comenzado a ponerse por encima de nuestras cabezas. Si necesitaba consuelo, éste, seguramente, no debía provenir de piadosas palabras referidas a lo que estaba ocurriendo. Cierta compañía humana en los momentos apropiados –quizá en silencio, tal vez envuelta en diálogos ajenos a los hechos– es el consuelo que ayuda a estar en el camino, sin resignarse a él.


Y Marga, nuevamente, aparecía en mis pensamientos. Su sabiduría era silenciosa. Se filtraba en la realidad que la rodeaba como el agua se filtra en la tierra, en las casas, en los techos. El agua penetra donde quiere. No hay elemento capaz de detenerla. El agua, ante lo que está, avanza demonio en sí misma. El agua es ella, el agua somos nosotras.



lunes, 1 de diciembre de 2014

El destino Capítulo Completo



El destino





1



Algo sonó fuera de la casa. Debe haber sido la bocina de una ambulancia, de ésas que en la noche recorren solitarias la ciudad. Sin aviso, se introdujo en nuestro cuarto.
Me desperté como si ya fuera de día, sin rastros del sueño. Descansaba a mi lado. La contemplé alejada de todo lo que nos afectaba en la vigilia. Me vino a la mente la idea, la fantasía, de que volviéramos a ser jóvenes, de que en un instante este paisaje de la vida le hiciera lugar a ese presente que fue; que regresaran los rostros, las sonrisas, las palabras; que regresaran los seres, que ya no eran o habían dejado de estar a nuestro lado.
Amar la vida es lo único que me vino a la mente en esa madrugada, despierta a deshora, junto a la mujer que amaba. Pensé, con un dramatismo al que no estaba habituada, que mientras que en el mundo abunda el dolor, dejamos pasar oportunidad tras oportunidad, como si siempre hubiera tiempo para aquello que no sabemos realmente qué es. Intercambiamos las máscaras de jueces y verdugos con otros pasajeros de esta historia, e insistimos con errores que se reiteran en nuestra juventud, adultez y ancianidad. Los marginados nos despiertan temor, y no alcanzamos a comprender que esa extrañeza la compartimos todos, sin diferencia, más allá de que en algún instante nuestra estrella esté en lo alto. Lo único que brilla siempre es el sol, y nosotros somos inconclusos planetas que giran alrededor de esa estrella. Nuestra rotación, morosamente, descansa del lado oscuro, donde la vegetación es fría y no crece, donde el agua se transforma en hielo y no corre, donde las formas animales toman el rostro de las rocas y se deshacen en arena.

Creo que tengo cosas por decir, aunque no conozca la verdadera noción acerca de qué es lo que sospecho y necesito trasmitir, lo que está en mi boca y apenas me permite respirar.






2



Se me hace que somos muchos quienes vivimos esta existencia como si luego existiera otra oportunidad, como si al cabo de los años la suerte nos brindara otro ida y vuelta. No en una vida extraña, alejada de los seres, de los sitios e incluso de las situaciones que de alguna manera hemos transitado. Sino aquí mismo, en un sentido fuerte del aquí mismo. Por la magia de esta época, estamos habituados a que la función siempre empieza de nuevo, el game over no nos asusta. Sin duda que esto es locura, pero esa sensación que nos recorre, más allá de que no lo confesemos y de que, en la mayoría de los casos, sea inconsciente, considero que obra de escudo o de distracción con respecto a la verdad.
No voy a declarar nada acerca de esa verdad. La verdad la sabemos, está dentro; quien más, quien menos, la vislumbra, la lleva esparcida en su ser. Hay una vivencia de ella, por más enajenado que estemos y que la alienación haya perturbado nuestra relación con ella. No hay instante en que no estemos despidiéndonos. Cada célula, cada órgano, cada pelo, cada miembro, es testigo de este rito continuo que nuestros progenitores y ancestros han iniciado.

Hay una edad en que esa conciencia trágica parece atenuarse. Confiamos en que va desapareciendo, que se esfumará y terminará extinguiéndose y que nos dejará tranquilos de ahí en adelante, pero un día retorna, se instala cómodamente en nosotros y no da señales de abandonarnos nuevamente. Cada mañana, ni bien despertamos, está ahí.
Hay temporadas que, desde el amanecer, en lo primero que pensamos es en el tiempo que nos queda. Y sabemos que ese tiempo también será devorado, sin que tengamos dominio ni capacidad para evitarlo. Las horas seguirán con ese tintineo en la cabeza. No se acallará a lo largo de la jornada, estará ahí, hagamos lo que hagamos, sujeto a nosotros como un animal silencioso, que detrás de su gentileza es el cazador más eficiente de la manada. Lo sorprendente es esa distracción de la que les hablaba, cómo logra, con su naturalidad y simpleza, hacerse un lugar en nosotros y, gracias a los efectos del sopor que causa, nos permite seguir hacia adelante y hace que nuestra tierra no sea ganada sólo por la verdad. Elude que se instale una voz que enmudezca al resto y nos diga que no hay sentido en ningún acto. Si esto no ocurriera, caeríamos exhaustos sobre el primer sillón que esté frente a nosotros y no nos moveríamos hasta que nos alcanzara la noche. Pero esa voz no aparece. Esa voz no es tan elevada. Entonces seguimos. Seguimos día a día. Somos criaturas embriagadas, destellos apagados.







3



Tengo sueños raros. Y lo extraño es que por la mañana, al despertarme siento que una energía distinta me recorre el cuerpo y me guía en lo que hago. En esos sueños aparece gente conocida; han  llegado a estar mis padres, algunas amigas, también Marga. Los lugares siempre son aquellos en los que viví antes de conocerla, pero misteriosamente me resultan apropiados para nosotras. Son en el pasado. Las acciones son en el pasado o en un presente distinto. En esas historias, que parecen episodios, las piezas se engarzan alrededor de algo que trasciende y otorga sentido al abanico de expectativas, presiones y desencuentros que a veces nos envuelve. Mis sueños sobrepasan ese cerco.







4



Nunca me explicó cómo fue ni cuándo se le ocurrió.
Debe de haber amanecido poco antes de que ella despertara. La ventana estaba abierta y en la habitación entraba plena la luz del día. Me sobrecogí cuando sentí sus caricias. No sé el tiempo que llevaría así. Intenté mover un brazo, luego el otro, y no pude. Mis piernas estaban abiertas, sujetas a la cama por los tobillos; una correa hacía lo mismo con las muñecas.
La noche anterior había querido amarla, pero me contuvo diciéndome que debía levantarse temprano. No me agradó su negativa, y me fui a dar vueltas entre la cocina y el comedor, mientras leía y bebía algo; cuando regresé, la hallé dormida.

Percibió mis movimientos y supo que me había despertado, me miró a los ojos y sonrió. Estaba de rodillas sobre la cama. Apenas se alzó, vi que llevaba puesto un arnés del que sobresalía un consolador que yo jamás había visto. Seguramente lo había adquirido en secreto para esta ocasión, como a ese antifaz negro que le tapaba parte de la cara y que ahora, cuando pienso en él, me produce risa más que excitación. Abajo estaba desnuda. Movió una pierna y se tocó, apenas; arriba la cubría una transparencia negra, sin mangas, que hábilmente había cortado a la altura de los pezones, que se asomaban por ambos lados.
Llevó un dedo a sus labios y me hizo un gesto de silencio. Luego pasó sus manos por debajo de mis nalgas, separó aún más mis piernas, y comenzó a jugar con su lengua y sus dedos; por largos minutos permaneció así, percibiendo cómo mi cuerpo se arqueaba, sin otra voluntad que la que le infundía ella. Llevó una mano sobre mi vientre. Lo oprimió y liberó más de una vez. Ese juego lo acompañaba con otras presiones que realizaba rítmicamente sobre mi clítoris. Luego llevó una mano hasta mis pechos y jugó con ellos. Me oí gemir y sé que me oía. La conozco. Entonces me dio un beso profundo, levantó el rostro y vino a buscar mi boca y mi lengua. Yo estaba desesperada. Me agitaba sin poder tocarla, movía los dedos en el vacío, como si tuviera su piel a mi alcance. Sentí que aflojaba la correa de uno de mis tobillos, y vi cómo se preparaba para penetrarme, mientras me confesaba cosas al oído que nunca había mencionado. Cerré los ojos y, junto a los espasmos, besé su lengua cada vez que pude, cuando su boca se aproximaba a la mía. Apretaba mi cabeza con violencia, introducía sus manos entre mis cabellos y rozaba, como una caricia, su rostro contra el mío.
Cuando se cansó de ese juego, se liberó del arnés, lo dejó caer a un lado, y se sentó sobre mis pechos hasta que tuve su sexo en mi boca y, con las manos apretando los barrotes, se dedicó a gozar.







5



Tengo la imagen de una casa cercada por el agua. No es una isla. Es distinto. La casa se ha reducido a pocas habitaciones, las mínimas, y desde los ventanales se ve el agua, de un color por momentos lechoso, otros como si fuera arena líquida, una sustancia extraña, que muda a un verde desagradable y avanza dominante sobre la construcción. Se inmiscuye donde quiere, donde se le antoja. No podemos detenerla. Invade nuestra estancia en silencio, sin ningún acto que nos lleve al escándalo o invite a escenas de dramatismo. Pero sabemos que con ella viene algo que no conocemos, que es ajeno aunque nazca como un hijo díscolo de nosotras mismas.
Esta escena no llega en sueños, sino cuando estoy recostada sobre la cama, sin moverme, con los ojos cerrados, durante un tiempo, percibiendo los ínfimos sonidos que vienen desde afuera, las maderas de la casa que se acomodan, una ráfaga de aire que mueve hojas y ramas en el jardín. Esa escena se va armando en mi mente, y me veo junto a Marga. Inmóviles, no sabemos qué debemos hacer para detener ese curso seguro de un elemento extraño que conquista nuestro hogar. Y cuando el líquido lechoso alcanza nuestros pies, avanza por nuestras piernas y nuestras manos, tendidas con los brazos hacia la tierra. Ahí se humedecen y sienten que las roza una temperatura y una superficie, que es más de lo que se ve, entonces abro los ojos con violencia y me incorporo en la cama. Soy consciente que eso ha sucedido sólo en mi imaginación, pero ha ocurrido con independencia de mi voluntad.






6



Después de la sorpresa de ese despertar, por varias semanas vivimos cierto frenesí sexual que cada día era mayor. Visto desde afuera, daba la impresión de que no podíamos estar juntas sin besarnos, ni acariciarnos, sin desear que nuestros cuerpos se entregaran al placer con una intensidad renovada.

Una de esas noches fuimos a un cumpleaños. Nos costó disimular ese fuego desde las primeras horas. Habíamos bebido algo de más. Marga se subió a mis piernas y empezó a besarme. Percibí que a nuestro alrededor se extrañaban de nuestro comportamiento, pero no era capaz de separarla de mí, menos de insinuarle algo que la  afectara. Sus manos intentaron abrirse dentro de mi blusa, cuando sentí un chirlo en mis piernas que me disuadió a seguir. Tomé su mano, la besé y le pedí que me alcanzara el vaso. Reaccioné gracias a ese gesto de una amiga y comencé a dialogar con los otros invitados. Por suerte fui capaz de enfriar el momento, sino hubiéramos terminado, tempranamente, enredadas entre las sábanas del dormitorio de Laura, bajo la mirada cómplice de algunas y la sorpresa del resto.
Cuando al final de la velada retornamos a Villa del Parque, entramos a nuestra habitación contentas de estar juntas. Llevábamos copas en las manos y una botella. Entre caricias, nos desnudamos una a la otra. Ahí fue que toque algo raro, algo que en ese estado no me permití apreciar, más allá de saber que estaba palpando una diferencia en un cuerpo para mí perfecto y que ahora, por razones que desconocía, se veía invadido por una forma ajena.




El enfermo imaginario 5









5



Muchos términos, que no eran propios de mi vocabulario, por esos días comenzaron a serme comunes. Pensaba en cosas que leía; en mi cabeza iban y venían, datos y estadísticas, para los que no estaba capacitada. No sabía desentrañarlos en su significado. Y hoy dudo de que algo de ese fárrago teórico me fuera útil. A diferencia de mí, a Marga esto no parecía interesarle en lo mínimo. Aceptaba que esas cuestiones la trascendían. Debían ocuparse de ellas los médicos, los especialistas. Ninguna de nosotras. Y su cuerpo –como el templo que de pequeña me habían dicho que era el cuerpo de cada ser humano– tenía que realizar el resto del trabajo reparador, ante ese sacrilegio celular al que parecía destinado.

Fui consciente que ante la enfermedad, si no se está alerta, uno puede ser arrastrado por una serie de sucesos e ideas que hasta ese momento no sospechaba. La enfermedad de Marga era la primera que vivía realmente. Pasé por otras que afectaron incluso a seres cercanos, pero no dejaban de serme ajenas; ésta yo también la padecía.



El enfermo imaginario 4










4



No tengo la voz de un hombre. Nunca mi voz será eso. Mi voz es la voz de ella, la voz y los sonidos de una mujer. Los pasos de mis pies son leves, apenas se perciben sobre la madera donde percuten o las baldosas en las que se deslizan. No los comparo con los pasos de ellos, los de ellos son fuertes; los míos débiles, delicados. Mi aliento no gana la mañana con ese ímpetu que lleva el aliento de ellos. Mi voz se puede elevar, pero nunca se elevará como la voz de un hombre, tonante, impostada. Pero yo, mujer, amo a una mujer como ningún hombre la amaría. Y sus pasos y su voz, y su aliento, no llegarán a ella despojados, porque en ella estaré yo, seré su compañera. Y dejaré los vestidos que he heredado, dejaré los zapatos de punta que me hacen ridícula y nunca serán míos.
Yo mujer no pensaré, cuando pienso en ella, en lo que ellos piensan; pero no por eso lo mío será distinto, en esa esencia que apenas rozamos. Lo mío y de quien esté a mi lado, tendrá el mismo sabor, un sabor de tierra, de esa mezcla de la que se hacen las cosas más entrañables, como el amor, el olvido, el recuerdo, esta vida.

Me perderé en mis sentimientos como ustedes, como ellos, me perderé como yo, como nosotras, como siempre deseamos hacerlo. Me perderé en mis sentimientos, porque ésa es la única manera en la que realmente soy, en ellos existo sin límites.

Lo que haga siempre será poco. Pero aquí es donde debo estar, donde debo ser. Nada es tan distinto bajo el sol. Cada cuerpo lleva su sombra en sus propios huesos. Su carne esconde lo que se eleva altísimo como un dios. Cada cuerpo lleva su sombra y yo busco aquella sombra donde la mía entregue su oscuridad como una ofrenda.



domingo, 30 de noviembre de 2014

Vacaciones en Reta Capítulo Completo





Vacaciones en Reta




1



Nuestras primeras vacaciones fueron en las sierras. Eso duró un par de años. Nos prestaban la cabaña unos primos de Marga, que casi nunca la utilizaban, entonces aprovechábamos enero, que para nosotras es el mes ideal. Tras las corridas por los exámenes y cierres de diciembre, alcanzábamos la posta y el descanso. Además de los institutos y la universidad, ella también era docente en un secundario; eso era lo que más la agobiaba durante el periodo de clases.
Cuando tuvimos tiempo para planificar nuestro descanso, elegimos el mar y un sitio alejado, lo más que pudiéramos, del ruido y la congestión que se riega desde Buenos Aires hacia lo ancho de la costa atlántica.
Gracias a un amigo descubrimos Reta, y nos fuimos hacia allá. Era un balneario en estado primitivo que, en algún aspecto, me recordaba algunas playas uruguayas camino a la Paloma, o lo que significaba Buzios, a comienzos de los ochenta. Las aguas eran distintas, el paisaje otro, pero sentí encarnado el espíritu de esos sitios, a los que se iba con la expectativa de vivencias diferentes a las que ofrecían los lugares de veraneo; que se habían transformado en la cita anual de nuestros padres, pero que no dejaban de ser una prolongación de su mundo con otro paisaje y en otra época del año.

En el segundo verano que fuimos a Reta, llegó un grupo de músicos y escultores que parecían miembros de una tribu o de una comunidad de ésas que salen a la búsqueda de tierras para asentarse y darle la espalda a esta sociedad. Se establecieron en un pequeño bosque cercano a la playa y el sitio se convirtió, inmediatamente, en el lugar de encuentro. Ahí se realizaban fogones por las noches y, entre las guitarreadas y algo para comer y beber, pasábamos las horas despreocupados.
A los pocos días llegó una pareja, que armó su carpa cerca de ellos y se incorporó al grupo. Los acompañaba un estudiante de antropología, Ignacio, que hallaba en cada cosa que hacíamos motivo para ensayar teorías, algunas interesantes, otras disparatadas; pero con sus ideas y exposiciones animaba debates que nos hacían partícipes a todos. Era difícil permanecer callados y no intervenir en esos intercambios de juicios y opiniones, que a veces alcanzaban el tono de acaloradas discusiones, pero que siempre culminaban bien, logrando que nos conociéramos unos con otros, más allá de la superficialidad en la que nos movíamos.
Nos unía el deseo compartido de un mes en libertad, sin los impedimentos que nos invadían durante el año y de los que nosotros también éramos cómplices.






2



Marga siempre ha sido atractiva, y el mar, el sol y ese estado de júbilo que gozábamos, la habían transformado en un ser que, con su presencia, despertaba la sexualidad de aquellos con los que nos vinculábamos. Yo preferí en algunas cuestiones hacerme a un lado, permitir que lo prohibido, en ámbitos normales, tuviera lugar, y no trasladar a estos parajes la moral y la posesión con la que nos habían domesticado en nuestros hogares.

Una tarde se fue a nadar con Ignacio. Decidí que no iba a pasarme el día sola, y desde temprano me dirigí hacia donde estaba el grupo de los artistas, cantando y disfrutando del agua que, por suerte, se encontraba más cálida que otras veces, en un día nada ventoso.
Recuerdo que luego comimos entre todos, con lo que cada uno acercó al festín, brindando por cada cosa que se nos ocurría. Hicimos un fogón y permanecimos juntos hasta pasada la medianoche. El cansancio del día, y lo que me daba vueltas en la cabeza, hizo que, cuando percibí que mi ausencia no iba a ser notada, me retirara hacia la hostería en la que nos habíamos alojado.

Abrí la puerta y vi nuestras cosas. Fue extraño que ella no estuviera. Miré la ropa que había dejado por la mañana, luego de probarse lo que encontraba a mano, y fui a prepararme un té. Ninguna había tirado la basura. Ahí permanecían los restos del desayuno, las tazas con algo de leche en el fondo, migas a un costado de los platos y las cucharas con restos pegados, adheridos a la superficie.
Decidí acostarme y esperarla dormida. Era lo mejor. Probé con leer y algo de música y, aunque intenté dormirme, no pude. El sueño no llegaba. Me sentía rara, pero dentro de mí comprendí que cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos era lo correcto. Debíamos ser capaces de vivir nuestra relación con sinceridad, sin los celos y reproches a los que otros acostumbraban. Si lo nuestro no era común, no debería serlo en ningún aspecto.

Llegó horas más tarde. No encendió la luz, intentó hacer el menor ruido y fue hacia el baño. Oí el agua que caía sobre su cuerpo dorado. Luego, lentamente, se introdujo en la cama. No sabía si hablarle, hasta que salió de mi boca decirle su nombre, tan sólo su nombre. Respondió afectuosa, me apretó la mano y dormimos juntas, abrazadas, hasta las primeras horas de la mañana. El sol nos fulminó desde la ventana y comenzamos a movernos.
Sonrió cuando le dije que juntas parecíamos lagartos que reviven con el calor, como si en nuestra soledad permaneciéramos en un sosegado letargo.






3



De esas semanas se me grabaron imágenes y circunstancias a las que recurro, como si fuesen un arcón que conserva parte de mi vida. Cuando estoy sola, y cierta tristeza me apena y roba el deseo, las fotos que he visto en más de una ocasión hacen que persista en esos rostros, en esos sitios. Le devuelven la vida y los traen al presente, como si estuvieran fijados con una fuerza mayor a otras vivencias que hemos tenido. Y en esa trampa de la memoria, que privilegia algunos sucesos por encima de otros, también percibo que los altera en su repetición constante, y digo y escucho cosas que, seguramente, no fueron dichas, y hago lo que hubiera querido hacer y no hice. Nuestro pasado cuanto más vuelve sobre nosotros, más lo moldeamos según nuestras necesidades y temores. Nunca es el mismo. Nunca es él, solo. El pasado es un animal vivo.

Un día después, Ignacio dejó Reta. Creo que en ese verano fuimos los últimos de ese grupo, armado fortuitamente, en regresar a la ciudad, a ese símbolo de nuestro origen. Cuando cada uno ya estaba en su sitio, al principio ocurrieron esporádicos encuentros, pero nuestros lazos estaban limitados a ese espacio y aquel tiempo.
Las estadías en el mar, ese lapso detenido, libre de lo que es el verdadero registro de nuestras existencias y relaciones, fueron el carnaval de la vida, que por sí mismo estaba destinado a durar un periodo breve y determinado. No era su naturaleza extenderse más allá de ese periodo. Lo que sucedía fuera de él, era lo que mantenía nuestro vivir, lo que nos hacía ser lo que somos; pero el sabor de nuestras existencias provenía de aquellas situaciones, de aquella dicha, en las que nos permitíamos pellizcarle a la vida algo de lo que en la ciudad, bajo hábitos civilizados, se nos negaba. Aquí éramos seres que aceptábamos la mendicidad, allá íbamos tras los prodigios.

Sentí que en nuestra existencia parecíamos deambular entre un ciclo diurno y un ciclo nocturno, pero no sólo en lo que concierne a estas situaciones, sino también en relación a decisiones que guardaban significados trascendentes para nosotros y para aquellos que nos rodeaban. Elegíamos con los ojos vendados, y nosotros mismos, en la mayoría de los casos, éramos quienes ajustábamos la venda.