Entrada al jardín
1
Hay una voz que en sueños me repite las mismas palabras. Si éstas cambian, el sentido no varía. Me dice que hay que estar alerta, que la atención mayor debe estar dirigida a que los días de nuestra existencia no se vayan pareciendo unos a otros; que no deben perder su color, extraviarse en una superficie donde la mano no percibe más que un tejido liso, una trama opaca. Que cada día debe ser distinto al anterior. Debemos ser capaces de diferenciarlos, no debemos resignarnos a lo turbio ni a lo gris, a lo que extravía el nombre. Si eso no sucede, si ninguna seña, rasgo o emblema, se hace notorio, y si en esa sucesión indefinida dejamos de discernir las formas del tiempo, aunque no lo sepamos, si eso ocurre, es porque hemos muerto.
No importa que el cuerpo respire. Eso es un detalle. La que no respira es el alma, porque nos han robado los días y con los días se llevaron el resplandor de la noche, la sombra que trae consigo el sol.
No despierto. Nunca despierto después de oír esa voz. A veces es la voz de una mujer, otras la de un hombre. Sigo durmiendo y soñando. Sé que lo hago, aunque no siempre recuerde lo sucedido. Pero sé que mi mente, o lo que sea que está en mí, me retiene en ese país del sueño. El mensaje proviene de mi interior, no hay duda. Es lo que necesito que me digan, que al menos me susurren y –como nadie sabe esto, como parece que a nadie le interesa– soy yo quien se aviene a mi encuentro y me confiesa esa verdad.
No sé dónde he estado. Dónde ha estado nadie. Dónde estuvieron los otros. No sé si lo que ha sucedido era lo correcto, si al menos es bueno para alguien o si a alguien le ha servido. Pero sé que ha sido así y que ya no será de otro modo.
Cada día debe tener su propia luz, su rostro, su huella; esa marca que lo haga único, que lo ilumine. No debo entregarme a una sucesión indefinida de formas idénticas que desfilan ante mí y ante lo que amo. La creación es la tierra sin límites que nos sana.
Quizá lo sabía desde chica, quizá me lo han enseñado de pequeña y lo olvidé y ahora recupero la sabiduría perdida. No sé. En las noches duermo y oigo esa voz.
Querría dormir tu sueño ahora y que la oyéramos juntas. No sé qué tan lejos o cerca permaneces. Ése es mi deseo en esta hora, que oigamos esa voz, juntas. Sólo necesitaba confesártelo, enamorada.
2
Me crié acá, en esta antigua casona de Villa del Parque. Crecí mirando desde esta ventana los mismos árboles que ahora observo. El pino que se eleva alto, como si nada pudiera evitar su ascenso, en la cercanía de lo que era la casa de Doña Antonia y Don Gervasio, y que hace años se ha convertido en un edificio de varias plantas, que nos mezquina la luz. Ahí están el limonero y el naranjo del fondo, cerca de lo que fue mi cuarto propio; no mi dormitorio, mi dormitorio quedaba a metros de donde estoy ahora.
Recuerdo a papá los domingos observando como estaban sus troncos –así los llamaba, así nombraba a los árboles–, purgándolos de las pestes, de los bichos y de las hormigas. Y veo a mamá cerca de las plantas. Les dedicaba horas todos los días. Ella no trabajaba. Sólo daba clases de piano a dos o tres alumnas. Era un gusto. Decía que la mantenían activa.
El tiempo transcurría en esta tierra, entre estas altas paredes, con muebles macizos, fuertes, con una vajilla que nadie recordaba quién la había adquirido, con manteles bordados, con copas de cristal, con cuadros y gobelinos distribuidos a los costados y sobre la pared de la gran sala, frente al espejo que todo lo veía.
A veces, de pequeña, creí que nosotros sólo éramos siluetas, personajes, que el espejo soñaba para su divertimento y distracción. Ahí aparecíamos y nos esfumábamos a la hora de la comida, en las reuniones, cuando algo importante debía tratarse. Sus límites eran los límites de la familia en pleno. Con los años supe que no, que afuera también estaba la vida. Aunque esa idea de ser sólo un reflejo, una superficie incompleta, de alguna manera debe haber crecido y se debe de haber desarrollado en mi interior.
La ventana es la misma. Cuando la casa fue remodelada sólo se limpió de la madera las capas de pintura que se habían ido superponiendo. Me agrada como quedó, al natural. Apenas con una mano de barniz que la defiende de la intemperie, de la lluvia, del aire y del sol.
La acaricio como si fuera un juego. Vuelvo mi mano sobre esa superficie una y otra vez. La trato como si fuera un cuerpo al que amo y he amado siempre.
Miraba hacia el jardín y sobre el marco fui grabando iniciales mayúsculas. Esculpí una M grande como sus ojos, una R que no sé si es recuerdo o soledad, y una L que puede ser mi nombre u otra cosa. Otra cifra, una clave. No sé por qué lo fui haciendo. No haría eso. Nunca he hecho algo semejante a lo que ahora hago.
Parece que esos pájaros que cantan son los mismos de aquel entonces, que no han partido nunca, que el jardín les ha otorgado una inmortalidad a la que muchos seres humanos aspiramos. El sol crea un reflejo dorado en ese mundo vegetal, y sonrío, como si fuera feliz.
Dejo a un lado el buril, una espátula y este pequeño martillo con los que he trabajado, y me friego los ojos. Siento un leve cansancio que me recorre el cuerpo, pero a la vez ese cansancio me relaja.
Distraída, me interrogo a mí misma porque necesito saber qué es lo que hace que llevemos tanta ruina dentro de nosotros. De que no perdure lo que consideramos valioso y sin embargo lo otro resista la mudanza, los cambios que esta danza de la muerte esparce igualando.
Da la impresión de que en horas comenzará a llover. El aire está caldeado, es más espeso, más denso que en otros días. Cuesta respirar. Cuando esto sucede percibimos aquello hacia lo que habitualmente somos indiferentes. Sin embargo, eso siempre está sucediendo. No se detiene, lo que se detiene es nuestra percepción.
Vienen a la memoria tardes en que llevo puesto un vestido con flores. Marga las ha pintado a mano. Son motivos eslavos, tonos pasteles y alegres. En un sitio se une la filigrana que logró su mano y en otro se separa. Cuando me pongo ese vestido me da por bailar en la sala, sin música, a bailar sola. La obediencia a un ritmo externo me afectaría. Sería una prisión, no sería la libertad. Bailo mi música, eso es lo que bailo. Danzo e imagino diálogos. Y de repente me detengo, me siento sobre la alfombra y me estiro a lo largo de ella, me recuesto hasta tocar con la cabeza la madera de un mueble, una silla, las patas de una mesa. No importa qué mueble es, no importa dónde me he dejado caer. Y siento que el mundo retorna. Y retorno a ese juego al que no le he puesto nombre y no he compartido, no por avaricia, ni por incapacidad, sino porque no me pertenece, es una magia en la que me sumerjo, en la que me dejo ir, aunque esa magia no sea mía. Yo no soy la que decide. Surge de mí, pero es ella la que esparce en mi cuerpo su dominio.
Quizá no sea suficiente lo que digo. No debería confesarse ni siquiera esto. También es parte del misterio abrir los labios frente al espejo y verse como nadie nos ha visto.
Hoy no me he puesto el vestido que en esa primavera pintaste para mí. Sólo miró hacia el jardín, aguardando que la lluvia, con su cuerpo de agua, diluya y se lleve consigo lo que está en el aire. Hoy sólo espero, hoy no bailo, hoy no es uno de esos días.
3
La primera imagen que conservo de vos es la de tu rostro, en una tarde de aquel verano. Llovía y entraste empapada al salón que daba al jardín, el de los grandes ventanales. Era sábado y estábamos reunidos en la casa de Jorge, para tratar no sé qué tema sobre las modificaciones en el edificio de Artes. Quizá fuera una excusa para que comiéramos algo entre todos, y que cada uno hiciera gala de sus trabajos y de sus proyectos. Ésa era en parte nuestra forma de ser. Encerrados en nuestra rutina, nos considerábamos especiales, distintos al resto de las personas. Nadie lo proclamaba abiertamente, pero lo exhibíamos en nuestras frases y en nuestros hábitos, en la manera cómo nos referíamos a lo que no pertenecía a nuestro universo.
Me volví cuando oí abrirse la puerta de la sala. Te observé. Sacudías el agua de tu pelo y de tu ropa. Te pasabas una mano con ligereza, y los cabellos se te venían encima. Volvías a lo mismo, y parecía que no ibas a poder salir de ese aguacero que se te había pegado al cuerpo. Estabas hermosa. No dejé de mirarte aún cuando el resto de los que estábamos ahí continuaba hablando y moviéndose, con otras preocupaciones, mencionando aulas, números, paredes, nombrando colores, objetos que ya nada significaban para nosotras. Me estabas mirando. Lo presentí.
Cuando cesó ese chaparrón, por un momento dejamos nuestros lugares y fuimos en grupo hacia afuera. Los arabescos de las copas mitigaban la luz del sol, que regresaba con mayor intensidad. La vegetación aislaba el aire que envolvía a los que permanecíamos en ese corredor, entre los rosales y las otras plantas.
No intercambiamos demasiadas palabras. Las justas, las precisas. Creo que a lo largo de estos años siempre fue así. Nunca fuimos de hablar de más. Nuestros silencios a veces eran de días, semanas; tal vez por eso ahora no percibo la diferencia. Estás a mi lado, yo cada tanto digo alguna tontera, irrumpo en risas, te comento algo, y el día continúa con su rutina, con su luz y sus sombras.
Pero esa tarde me atreví a tocar tu mano cuando sujetabas una correa gastada que caía hacia las baldosas rojizas. Te quedaste quieta, giraste apenas el rostro y vi tus ojos. Creo que fue la primera vez que te llamé por tu nombre.
En este estado sé que no soy capaz de apreciar las diferencias entre ese ayer y hoy. Un leve frío, por instantes, me recorre el cuerpo cuando me animo a dar un paso hacia adelante. Es la sensación de que algo que está entre nosotras se delata, que quiere hablarme. Y simulo que eso no debe ser dicho, que no es el momento, que ese frío en mi espalda, en mi cuerpo, en todo mi cuerpo, debe retirarse a una tierra que no es ésta, porque vos estás ahí, estás a mi lado, y tengo mucho que contarte, mucho, y no conozco el tiempo que nos queda, y no sé si algo que provenga de mí puede dar un paso a favor en la batalla que nos sujeta.
Entrada al jardín
1
2
Me crié acá, en esta antigua casona de Villa del Parque. Crecí mirando desde esta ventana los mismos árboles que ahora observo. El pino que se eleva alto, como si nada pudiera evitar su ascenso, en la cercanía de lo que era la casa de Doña Antonia y Don Gervasio, y que hace años se ha convertido en un edificio de varias plantas, que nos mezquina la luz. Ahí están el limonero y el naranjo del fondo, cerca de lo que fue mi cuarto propio; no mi dormitorio, mi dormitorio quedaba a metros de donde estoy ahora.
Recuerdo a papá los domingos observando como estaban sus troncos –así los llamaba, así nombraba a los árboles–, purgándolos de las pestes, de los bichos y de las hormigas. Y veo a mamá cerca de las plantas. Les dedicaba horas todos los días. Ella no trabajaba. Sólo daba clases de piano a dos o tres alumnas. Era un gusto. Decía que la mantenían activa.
El tiempo transcurría en esta tierra, entre estas altas paredes, con muebles macizos, fuertes, con una vajilla que nadie recordaba quién la había adquirido, con manteles bordados, con copas de cristal, con cuadros y gobelinos distribuidos a los costados y sobre la pared de la gran sala, frente al espejo que todo lo veía.
A veces, de pequeña, creí que nosotros sólo éramos siluetas, personajes, que el espejo soñaba para su divertimento y distracción. Ahí aparecíamos y nos esfumábamos a la hora de la comida, en las reuniones, cuando algo importante debía tratarse. Sus límites eran los límites de la familia en pleno. Con los años supe que no, que afuera también estaba la vida. Aunque esa idea de ser sólo un reflejo, una superficie incompleta, de alguna manera debe haber crecido y se debe de haber desarrollado en mi interior.
La ventana es la misma. Cuando la casa fue remodelada sólo se limpió de la madera las capas de pintura que se habían ido superponiendo. Me agrada como quedó, al natural. Apenas con una mano de barniz que la defiende de la intemperie, de la lluvia, del aire y del sol.
La acaricio como si fuera un juego. Vuelvo mi mano sobre esa superficie una y otra vez. La trato como si fuera un cuerpo al que amo y he amado siempre.
Miraba hacia el jardín y sobre el marco fui grabando iniciales mayúsculas. Esculpí una M grande como sus ojos, una R que no sé si es recuerdo o soledad, y una L que puede ser mi nombre u otra cosa. Otra cifra, una clave. No sé por qué lo fui haciendo. No haría eso. Nunca he hecho algo semejante a lo que ahora hago.
Parece que esos pájaros que cantan son los mismos de aquel entonces, que no han partido nunca, que el jardín les ha otorgado una inmortalidad a la que muchos seres humanos aspiramos. El sol crea un reflejo dorado en ese mundo vegetal, y sonrío, como si fuera feliz.
Dejo a un lado el buril, una espátula y este pequeño martillo con los que he trabajado, y me friego los ojos. Siento un leve cansancio que me recorre el cuerpo, pero a la vez ese cansancio me relaja.
Distraída, me interrogo a mí misma porque necesito saber qué es lo que hace que llevemos tanta ruina dentro de nosotros. De que no perdure lo que consideramos valioso y sin embargo lo otro resista la mudanza, los cambios que esta danza de la muerte esparce igualando.
Da la impresión de que en horas comenzará a llover. El aire está caldeado, es más espeso, más denso que en otros días. Cuesta respirar. Cuando esto sucede percibimos aquello hacia lo que habitualmente somos indiferentes. Sin embargo, eso siempre está sucediendo. No se detiene, lo que se detiene es nuestra percepción.
Vienen a la memoria tardes en que llevo puesto un vestido con flores. Marga las ha pintado a mano. Son motivos eslavos, tonos pasteles y alegres. En un sitio se une la filigrana que logró su mano y en otro se separa. Cuando me pongo ese vestido me da por bailar en la sala, sin música, a bailar sola. La obediencia a un ritmo externo me afectaría. Sería una prisión, no sería la libertad. Bailo mi música, eso es lo que bailo. Danzo e imagino diálogos. Y de repente me detengo, me siento sobre la alfombra y me estiro a lo largo de ella, me recuesto hasta tocar con la cabeza la madera de un mueble, una silla, las patas de una mesa. No importa qué mueble es, no importa dónde me he dejado caer. Y siento que el mundo retorna. Y retorno a ese juego al que no le he puesto nombre y no he compartido, no por avaricia, ni por incapacidad, sino porque no me pertenece, es una magia en la que me sumerjo, en la que me dejo ir, aunque esa magia no sea mía. Yo no soy la que decide. Surge de mí, pero es ella la que esparce en mi cuerpo su dominio.
Quizá no sea suficiente lo que digo. No debería confesarse ni siquiera esto. También es parte del misterio abrir los labios frente al espejo y verse como nadie nos ha visto.
Hoy no me he puesto el vestido que en esa primavera pintaste para mí. Sólo miró hacia el jardín, aguardando que la lluvia, con su cuerpo de agua, diluya y se lleve consigo lo que está en el aire. Hoy sólo espero, hoy no bailo, hoy no es uno de esos días.
3
La primera imagen que conservo de vos es la de tu rostro, en una tarde de aquel verano. Llovía y entraste empapada al salón que daba al jardín, el de los grandes ventanales. Era sábado y estábamos reunidos en la casa de Jorge, para tratar no sé qué tema sobre las modificaciones en el edificio de Artes. Quizá fuera una excusa para que comiéramos algo entre todos, y que cada uno hiciera gala de sus trabajos y de sus proyectos. Ésa era en parte nuestra forma de ser. Encerrados en nuestra rutina, nos considerábamos especiales, distintos al resto de las personas. Nadie lo proclamaba abiertamente, pero lo exhibíamos en nuestras frases y en nuestros hábitos, en la manera cómo nos referíamos a lo que no pertenecía a nuestro universo.
Me volví cuando oí abrirse la puerta de la sala. Te observé. Sacudías el agua de tu pelo y de tu ropa. Te pasabas una mano con ligereza, y los cabellos se te venían encima. Volvías a lo mismo, y parecía que no ibas a poder salir de ese aguacero que se te había pegado al cuerpo. Estabas hermosa. No dejé de mirarte aún cuando el resto de los que estábamos ahí continuaba hablando y moviéndose, con otras preocupaciones, mencionando aulas, números, paredes, nombrando colores, objetos que ya nada significaban para nosotras. Me estabas mirando. Lo presentí.
Cuando cesó ese chaparrón, por un momento dejamos nuestros lugares y fuimos en grupo hacia afuera. Los arabescos de las copas mitigaban la luz del sol, que regresaba con mayor intensidad. La vegetación aislaba el aire que envolvía a los que permanecíamos en ese corredor, entre los rosales y las otras plantas.
No intercambiamos demasiadas palabras. Las justas, las precisas. Creo que a lo largo de estos años siempre fue así. Nunca fuimos de hablar de más. Nuestros silencios a veces eran de días, semanas; tal vez por eso ahora no percibo la diferencia. Estás a mi lado, yo cada tanto digo alguna tontera, irrumpo en risas, te comento algo, y el día continúa con su rutina, con su luz y sus sombras.
Pero esa tarde me atreví a tocar tu mano cuando sujetabas una correa gastada que caía hacia las baldosas rojizas. Te quedaste quieta, giraste apenas el rostro y vi tus ojos. Creo que fue la primera vez que te llamé por tu nombre.
En este estado sé que no soy capaz de apreciar las diferencias entre ese ayer y hoy. Un leve frío, por instantes, me recorre el cuerpo cuando me animo a dar un paso hacia adelante. Es la sensación de que algo que está entre nosotras se delata, que quiere hablarme. Y simulo que eso no debe ser dicho, que no es el momento, que ese frío en mi espalda, en mi cuerpo, en todo mi cuerpo, debe retirarse a una tierra que no es ésta, porque vos estás ahí, estás a mi lado, y tengo mucho que contarte, mucho, y no conozco el tiempo que nos queda, y no sé si algo que provenga de mí puede dar un paso a favor en la batalla que nos sujeta.
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