La primera imagen que conservo de vos es la
de tu rostro, en una tarde de aquel verano. Llovía y entraste empapada al salón
que daba al jardín, el de los grandes ventanales. Era sábado y estábamos
reunidos en la casa de Jorge, para tratar no sé qué tema sobre las
modificaciones en el edificio de Artes. Quizá fuera una excusa para que
comiéramos algo entre todos, y que cada uno hiciera gala de sus trabajos y de
sus proyectos. Ésa era en parte nuestra forma de ser. Encerrados en nuestra
rutina, nos considerábamos especiales, distintos al resto de las personas.
Nadie lo proclamaba abiertamente, pero lo exhibíamos en nuestras frases y en
nuestros hábitos, en la manera cómo nos referíamos a lo que no pertenecía a
nuestro universo.
Me volví cuando oí abrirse la puerta de la
sala. Te observé. Sacudías el agua de tu pelo y de tu ropa. Te pasabas una mano
con ligereza, y los cabellos se te venían encima. Volvías a lo mismo, y parecía
que no ibas a poder salir de ese aguacero que se te había pegado al cuerpo.
Estabas hermosa. No dejé de mirarte aún cuando el resto de los que estábamos
ahí continuaba hablando y moviéndose, con otras preocupaciones, mencionando
aulas, números, paredes, nombrando colores, objetos que ya nada significaban
para nosotras. Me estabas mirando. Lo presentí.
Cuando cesó ese chaparrón, por un momento dejamos
nuestros lugares y fuimos en grupo hacia afuera. Los arabescos de las copas
mitigaban la luz del sol, que regresaba con mayor intensidad. La vegetación
aislaba el aire que envolvía a los que permanecíamos en ese corredor, entre los
rosales y las otras plantas.
No intercambiamos demasiadas palabras. Las
justas, las precisas. Creo que a lo largo de estos años siempre fue así. Nunca
fuimos de hablar de más. Nuestros silencios a veces eran de días, semanas; tal
vez por eso ahora no percibo la diferencia. Estás a mi lado, yo cada tanto digo
alguna tontera, irrumpo en risas, te comento algo, y el día continúa con su
rutina, con su luz y sus sombras.
Pero esa tarde me atreví a tocar tu mano
cuando sujetabas una correa gastada que caía hacia las baldosas rojizas. Te
quedaste quieta, giraste apenas el rostro y vi tus ojos. Creo que fue la
primera vez que te llamé por tu nombre.
En este estado sé que no soy capaz de
apreciar las diferencias entre ese ayer y hoy. Un leve frío, por instantes, me
recorre el cuerpo cuando me animo a dar un paso hacia adelante. Es la sensación
de que algo que está entre nosotras se delata, que quiere hablarme. Y simulo
que eso no debe ser dicho, que no es el momento, que ese frío en mi espalda, en
mi cuerpo, en todo mi cuerpo, debe retirarse a una tierra que no es ésta,
porque vos estás ahí, estás a mi lado, y tengo mucho que contarte, mucho, y no
conozco el tiempo que nos queda, y no sé si algo que provenga de mí puede dar
un paso a favor en la batalla que nos sujeta.
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