Recuerdo que con mis compañeros de la
primaria, la mayoría de las veces, íbamos a las corridas hasta la puerta de ese
palacio en forma de castillo, con cuatro pisos que culminaban en un torreón y
una cúpula. Esa fachada, las paredes del interior y parte de la estructura, han
sido modificadas en más de una oportunidad. Cuando el ingeniero Muñoz González
–según cuenta la historia– lo terminó de construir, nadie sabe decir por qué
motivo, le dio un decorado extraño, con seres fantásticos pintados sobre los
muros y el paredón, que semejaban gárgolas, animales y otras fantasmagorías de una procedencia
acorde a lo que, posteriormente, caracterizó a ese lugar.
La única vez que logré ver su interior, fue a
causa de una anciana que abrió de golpe la puerta de madera que lo preservaba a
nuestros ojos, y vi hacia adentro. Una estatua de dragón, con un ojo de vidrio
coloreado, me observó desde el descanso de la escalera. Giré el rostro y caminé
cada vez más rápido hacia la esquina. No entiendo por qué me asusté tanto, el
portazo me hizo saltar en el aire, y todos salimos a la disparada.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX,
nuestro país era otro con respecto al que fue en tiempos de las guerras civiles
y de la independencia, así como del que hace décadas se obstina en ir transformándose.
Más de la mitad de sus habitantes eran extranjeros o hijos de inmigrantes, que
vivían y confiaban en el trabajo y en el progreso. Era común que muchas de las
fortunas surgidas aquí rivalizaran con las europeas, y que los viajes de los
argentinos se esperaran con entusiasmo en el viejo continente. Hablo de un
periodo que engendró tantos aciertos como errores, y que nos fue constituyendo
como esta nación que somos.
En esa época, por este barrio, habitaba un
italiano, del que no sé si me llegó correctamente el nombre, pero bien pudo
haber sido Benvenutto Anasagasti. Era un próspero inversor que en pocos años
logró importantes ganancias, debido a sus negocios con la bolsa y el campo.
Habituado a su buena suerte, esa confianza lo inclinaba a lo que él denominaba pensar en grande. Esta inclinación lo
llevó a albergar su mayor ambición. Cuando su única hija, Margarita Anasagasti,
alcanzó la edad que él consideraba apropiada para que fuese desposada –con la
habilidad que lo caracterizaba en las transacciones comerciales– entendió que
debía presentarle un reducido número de pretendientes, de los cuales el que se
adelantara al resto lograría el corazón de la joven.
Una vez resuelta la justa, don Anasagasti, íntimo
de Evaristo Ortiz del Campo, padre del flamante doctor en leyes, no tuvo
inconvenientes en arreglar lo concerniente a los esponsales que unirían de por
vida a los enamorados. Estos se realizarían en el mes de octubre, el último fin
de semana del mes, y la fiesta tendría lugar en la residencia que años después
sería denominada el palacio de los bichos.
Dos versiones tratan y alteran el por qué de
la existencia de ese castillo en relación al casamiento. Una de ellas dice que
Don Benvenutto lo mandó a construir como dote de su querida y futura heredera,
otra dice que era su casa y que se usó porque de algún modo quería exhibir
socialmente su poderío ante los nuevos parientes y las amistades que
concurrirían a la mansión. A esa fiesta, de alguna manera, le correspondía, por
naturaleza, transformarse en un espectáculo social. A diferencia de la familia
Ortiz del Campo, a los Anasagasti les sobraba dinero, pero les faltaba eso que
se llama alcurnia. No eran parte de la sociedad a la que anhelaban integrarse.
Tampoco concuerdan estos relatos sobre si los
recién casados partieron con destino de viaje de bodas o si finalizada la
reunión, el viaje era, simplemente, con dirección a la que debió ser su nueva
casa. Ya nadie queda a quien interrogar y sólo restan preguntas que no hallarán
respuesta.
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