Entrada al jardín
2
Me crié acá, en esta antigua casona de Villa del Parque. Crecí mirando desde esta ventana los mismos árboles que ahora observo. El pino que se eleva alto, como si nada pudiera evitar su ascenso, en la cercanía de lo que era la casa de Doña Antonia y Don Gervasio, y que hace años se ha convertido en un edificio de varias plantas, que nos mezquina la luz. Ahí están el limonero y el naranjo del fondo, cerca de lo que fue mi cuarto propio; no mi dormitorio, mi dormitorio quedaba a metros de donde estoy ahora.
Recuerdo a papá los domingos observando como
estaban sus troncos –así los llamaba, así nombraba a los árboles–, purgándolos
de las pestes, de los bichos y de las hormigas. Y veo a mamá cerca de las
plantas. Les dedicaba horas todos los días. Ella no trabajaba. Sólo daba clases
de piano a dos o tres alumnas. Era un gusto. Decía que la mantenían activa.
El
tiempo transcurría en esta tierra, entre estas altas paredes, con muebles
macizos, fuertes, con una vajilla que nadie recordaba quién la había adquirido,
con manteles bordados, con copas de cristal, con cuadros y gobelinos distribuidos
a los costados y sobre la pared de la gran sala, frente al espejo que todo lo veía.
A veces, de pequeña, creí que nosotros sólo
éramos siluetas, personajes, que el espejo soñaba para su divertimento y distracción.
Ahí aparecíamos y nos esfumábamos a la hora de la comida, en las reuniones, cuando
algo importante debía tratarse. Sus límites eran los límites de la familia en
pleno. Con los años supe que no, que afuera también estaba la vida. Aunque esa
idea de ser sólo un reflejo, una superficie incompleta, de alguna manera debe
haber crecido y se debe de haber desarrollado en mi interior.
La ventana es la misma. Cuando la casa fue
remodelada sólo se limpió de la madera las capas de pintura que se habían ido
superponiendo. Me agrada como quedó, al natural. Apenas con una mano de barniz
que la defiende de la intemperie, de la lluvia, del aire y del sol.
La acaricio como si fuera un juego. Vuelvo mi
mano sobre esa superficie una y otra vez. La trato como si fuera un cuerpo al
que amo y he amado siempre.
Miraba hacia el jardín y sobre el marco fui
grabando iniciales mayúsculas. Esculpí una M grande como sus ojos, una R que no
sé si es recuerdo o soledad, y una L que puede ser mi nombre u otra cosa. Otra
cifra, una clave. No sé por qué lo fui haciendo. No haría eso. Nunca he hecho
algo semejante a lo que ahora hago.
Parece que esos pájaros que cantan son los
mismos de aquel entonces, que no han partido nunca, que el jardín les ha
otorgado una inmortalidad a la que muchos seres humanos aspiramos. El sol crea
un reflejo dorado en ese mundo vegetal, y sonrío, como si fuera feliz.
Dejo a un lado el buril, una espátula y este
pequeño martillo con los que he trabajado, y me friego los ojos. Siento un leve
cansancio que me recorre el cuerpo, pero a la vez ese cansancio me relaja.
Distraída, me interrogo a mí misma porque
necesito saber qué es lo que hace que llevemos tanta ruina dentro de nosotros.
De que no perdure lo que consideramos valioso y sin embargo lo otro resista la
mudanza, los cambios que esta danza de la muerte esparce igualando.
Da la impresión de que en horas comenzará a
llover. El aire está caldeado, es más espeso, más denso que en otros días. Cuesta
respirar. Cuando esto sucede percibimos aquello hacia lo que habitualmente
somos indiferentes. Sin embargo, eso siempre está sucediendo. No se detiene, lo
que se detiene es nuestra percepción.
Vienen
a la memoria tardes en que llevo puesto un vestido con flores. Marga las ha
pintado a mano. Son motivos eslavos, tonos pasteles y alegres. En un sitio se
une la filigrana que logró su mano y en otro se separa. Cuando me pongo ese
vestido me da por bailar en la sala, sin música, a bailar sola. La obediencia a
un ritmo externo me afectaría. Sería una prisión, no sería la libertad. Bailo
mi música, eso es lo que bailo. Danzo e imagino diálogos. Y de repente me
detengo, me siento sobre la alfombra y me estiro a lo largo de ella, me
recuesto hasta tocar con la cabeza la madera de un mueble, una silla, las patas
de una mesa. No importa qué mueble es, no importa dónde me he dejado caer. Y
siento que el mundo retorna. Y retorno a ese juego al que no le he puesto
nombre y no he compartido, no por avaricia, ni por incapacidad, sino porque no
me pertenece, es una magia en la que me sumerjo, en la que me dejo ir, aunque
esa magia no sea mía. Yo no soy la que decide. Surge de mí, pero es ella la que
esparce en mi cuerpo su dominio.
Quizá no sea suficiente lo que digo. No
debería confesarse ni siquiera esto. También es parte del misterio abrir los
labios frente al espejo y verse como nadie nos ha visto.
Hoy
no me he puesto el vestido que en esa primavera pintaste para mí. Sólo miró
hacia el jardín, aguardando que la lluvia, con su cuerpo de agua, diluya y se
lleve consigo lo que está en el aire. Hoy sólo espero, hoy no bailo, hoy no es
uno de esos días.
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