miércoles, 29 de octubre de 2014

El castillo de los bichos 1




El castillo de los bichos







1



Recuerdo la primera noche que me acompañó a casa.
Recién haría dos o tres meses desde que había decido dejar mi departamento y trasladarme a la antigua casona de mis padres. Ellos habían fallecido en un accidente viniendo por la ruta 9, luego de unas vacaciones en Córdoba. Heredera y única hija, tuve que enfrentarme a los peores trámites en el momento más difícil. Pero no es de este dolor del que vengo a hablarles. La casa estuvo vacía largos meses, hasta que decidí el regreso a ella. Entre sus paredes sentí que ellos iban a estar más cerca de mí, de lo que yo había sido y de lo que era.
Si bien en los últimos años me mostré algo distante, siempre consideré la presencia de ambos esencial para mi vida. Las decisiones trascendentes, tanto si eran sobre mis afectos o si estaban referidas a mi carrera, las conversaba con ellos.
No digo que sus opiniones –esa visión que ahora aprecio más cercana a la mía– no me interesaran; pero eso no era lo decisivo. Al fin, yo procedía según lo que entendía correcto, haciendo a un lado lo que me dijera el mundo. La clave era la compañía de ellos. Ese estar juntos era más que una guía, que un manual de conducta, eso que desde aquel accidente se extravió para siempre. Lo que extrañaba y me hacía falta, lo que sabía que nada lo remediaría jamás.


Esa noche, Marga estaba conmigo. De alguna manera aún era una niña, apenas pasaba los veinte años y en algunos gestos conservaba un aire colegial. Era una noche de invierno, fría y ventosa. Había ido con el auto, que recién me habían entregado esa semana, y se me ocurrió que, antes de dirigirnos a la casa, realizáramos un breve recorrido por aquellas construcciones, que para mí eran las más pintorescas y atractivas de Villa del Parque. Veníamos del centro y fui contándole lo que sabía sobre Agronomía, sobre el viejo Club Comunicaciones, sobre los antiguos bailes de carnaval, hasta que con el coche tomé por Cuenca. La arteria principal de mi barrio descansaba bajo sus árboles que, aún pobres en follaje, debido a la estación en la que estábamos, cerraban la vista hacia las alturas, allí donde comenzaban las casas de alto, por encima de los locales de la zona comercial. Ese diseño urbano distinto a otros, siempre me había resultado una nota singular, que distinguía a Villa del Parque del resto de los barrios y de otras zonas de la ciudad, crecidas a otro ritmo desde los años de mi niñez y juventud.

Di una extraña vuelta y paré frente a la estación del ferrocarril San Martín. Marga me comentó que nunca había estado por acá. Ella era de zona Norte, y parecía que sus mayores travesías pasaban por Avenida Cabildo y los viajes al centro, viajes en la mayoría de las ocasiones por estudio o debido a su sistemática visita semanal a las exposiciones, sin que importara el artista, la corriente o la técnica. Ella debía estar en los estrenos, en las inauguraciones. Ver todo lo que había para ver. No quería perderse la novedad, ni la historia. Hábito que la llevó a conocer más que a muchos de nosotros juntos.

Salí de Cuenca y giré por Tinogasta, para después de unas vueltas retomar por Pedro Lozano. Quería llegar ahí. Estar en ese sitio, aunque no tenía claro el motivo. Detuve el coche frente a la estación, en el cordón de la Parroquia Santa Ana, frente a los locales que se desperdigaban a continuación de las instalaciones de la estación de trenes. No sé por qué le empecé a contar de mis domingos en la escuela, de la catequista, de los conciertos con los coros que venían de otros colegios, de otras parroquias.
En un instante callé, vi que me miraba. Nada de eso le interesaba, ése nunca había sido su mundo y hacía tiempo que tampoco era el mío. Pero los pocos años que nos separaban y la historia personal, creaban esa diferencia. Se me ocurrió hablarle de la fachada, de lo bien conservada que estaba gracias a los trabajos constantes de restauración y mantenimiento, de las graderías y del atrio, de esa arquitectura sagrada que enmudecía ante nosotras. Entonces, con energía, exclamó:

  – ¡Todas las iglesias son iguales! Ves una y viste todas. –Respiró hondo y dio a mover las manos, con rápidos ademanes. Estaba alterada.– Nunca les encontré algo llamativo, cuando entré a la primera sentí que había ingresado a todas. Desde ese momento, ninguna me sorprendió ni despertó mi interés.

  Calló y me observó. Duró un instante y me aproximé. Fue la primera vez que la besé a gusto. Nadie nos limitaba. Sólo vi a un grupo de chicos que, por sus bolsos y ropa de gimnasia, parecían regresar de un partido de fútbol. Iban a varios metros. La besé suavemente, cada vez con mayor intensidad. Se recostó sobre su asiento. Recuerdo que me separé para contemplarla. Adivinaba sus formas en la oscuridad, mientras mis manos descubrían su cuerpo y su boca, que se abría a mi lengua y al ímpetu de mi cuerpo que buscaba el suyo.
  Encendí el auto, le arreglé el cabello. Percibí su agitación. Decidí que era el momento de que fuéramos hacia mi casa. Era tarde y la deseaba. Pero no quise dejar de mostrarle lo que de alguna manera daba mayor prestigio a nuestro barrio, y seguí por Lozano hasta el cruce de barreras de Campana. Giré el auto y lo estacioné frente a lo que desde pequeña había oído llamar la casa embrujada, el palacio de los bichos.
  Le tomé una mano. Se hundió algo más en el asiento. Creyó que volvería a besarla. Le pasé mi mano sobre el rostro y, aún con la baja temperatura que hacía afuera, le dije que saliéramos, que tenía una historia que contarle. Descendimos, me tomó del brazo y se apretó a mi cuerpo. Por la hora y el frío, no había nadie merodeando.




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