viernes, 31 de octubre de 2014

El castillo de los bichos 3









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Por lo que a mi abuelo le contó su padre, la noche no invitaba a nada. El día había sido lluvioso y la tormenta no amainó hasta después de los sucesos. El tiempo había hecho que Don Anasagasti tuviera que modificar algunos planes para la gran fiesta que iba a brindar en honor a la flor de su vida, su amada Margarita. Pero las salas y dependencias del palacio podían albergar sin inconvenientes a los selectos invitados que asistirían al banquete.
Se hace difícil el relato de la fiesta. Sólo nos queda imaginarnos las conversaciones, los entretenimientos, la orquesta ejecutando la música de aquel tiempo, los jóvenes y los mayores haciendo, en cada grupo, de las suyas; con un dejo de libertad los primeros, con mayores pretensiones los segundos. Los seres humanos no hemos variado demasiado en nuestros hábitos al momento de la diversión. Sólo agregamos un disfraz sobre otro disfraz, una máscara sobre otra máscara. Dejamos la de ayer y tomamos la de hoy, y cada máscara, cada disfraz, nos parecen nuevos.
Algo hizo, sin embargo, que las voces de esa noche continuaran escuchándose.

Cuando los novios estaban por partir, un poderoso destello cayó sobre el para-rayos de la cúpula, hizo tambalear la casa y enmudeció por un instante a todos los concurrentes. Luego de eso, la orquesta retomó el ritmo mientras la lluvia arreciaba fuera de la casa. El temor o un presentimiento hicieron que el padre –sin ser consciente de lo que animaba sus actos– intentara impedir que la pareja se retirara de la fiesta. Quiso detenerlos, que permanecieran en la mansión. Era cuestión de aguardar un cuarto de hora, tal vez algo más, no demasiado. Pero la algarabía que agitaba el humor de los que festejaban a gritos, en medio de abrazos y brindis, los valses que no cesaban de oírse, no le permitió a don Benvenutto sujetar el brazo de su hija y hacerla a su lado, al menos por algunos minutos más, por esos instantes que hicieron falta.
Alguien por allí bromeó fuerte:

– ¡Don Anasagasti, ya no es suya! ¡Déjela ir, hombre! –a lo que el italiano frunció el ceño, pero no tuvo más opción que abrir sus manos y soltarla. La besó en la mejilla y la trajo nuevamente hacia él, la abrazó con fuerza y luego los vio salir, cubiertos por los sirvientes. El agua caía como si fuera un torrente desbocado que se hacía camino sobre el barrio. Así arrancó el coche hacia las vías del tren, apenas divisando el destino y el cruce de barreras.

Los invitados, rápidamente, ascendieron junto a la familia hacia los pisos altos, cada uno donde podía, apretujados en los balcones que daban hacia el exterior del palacio. Nadie deseaba perderse el espectáculo de la partida. Sacaron sus pañuelos, las damas lloraban con una pasión que se sospechaba extinguida, los caballeros reían mientras continuaban bebiendo y se palmeaban los hombros y la espalda. Llevados por el alcohol, la música y el baile, esa masa humana se había convertido en una fraternidad prolongaba por el lapso que durara la fiesta. Todos observaban hacia el mismo sitio, saludando, agitándose, moviéndose en la embriaguez de un solo cuerpo. Pero nadie previó lo que sucedería, la tragedia que estaba en el aire.

Se oyó un ruido seco y profundo, un ruido de caverna. Y la imagen fue un centello de luz que ilumina a todos y calla. Una formación que venía desde el interior, con destino Retiro, atropelló el carruaje nupcial que transportaba a los novios. Los tomó por el medio del coche, despedazando los cuerpos y arrastrando los caballos, animales salvajes que gemían como bestias. Alguno pudo zafar; enloquecido, huyó a la carrera.
Fue una escena terrible contemplada desde las alturas del palacio por esa gente que un instante antes levantaba sus brazos y pañuelos, vivando en la despedida a la joven pareja.
La formación, debido a la velocidad que traía, se detuvo recién cientos de metros adelante, sobrepasando la estación de Villa del Parque, con dirección a La Paternal. Sobre la máquina quedaban restos de ropa, sangre, y el horror que se había instalado entre los pasajeros que regresaban a la ciudad, luego de un viaje de negocios o descanso.

Don Anasagasti cayó sobre la alfombra que había hecho traer de Flandes, con una mano sobre la cara y un gesto de espanto, que fue recordado por meses o años entre los que se encontraban a su lado.

Ante la desgracia mayor, nadie percibió que la madre de Margarita, la señora Epifanía Della Bianca, ascendió en silencio hacia el torreón del palacio. Desde esa altura se dejó caer hacia el patio interno, golpeó una pierna contra un árbol y dio con la cabeza contra el pasto. Un alarido acompañó el descenso. El cuerpo continuó moviéndose por minutos; se agitaba con la boca abierta, rodeado de aquellos invitados que, inicialmente, intentaron auxiliarla. Doña Epifanía murió el mismo día que su hija se casaba y era atropellada por un tren.




jueves, 30 de octubre de 2014

El castillo de los bichos 2








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Recuerdo que con mis compañeros de la primaria, la mayoría de las veces, íbamos a las corridas hasta la puerta de ese palacio en forma de castillo, con cuatro pisos que culminaban en un torreón y una cúpula. Esa fachada, las paredes del interior y parte de la estructura, han sido modificadas en más de una oportunidad. Cuando el ingeniero Muñoz González –según cuenta la historia– lo terminó de construir, nadie sabe decir por qué motivo, le dio un decorado extraño, con seres fantásticos pintados sobre los muros y el paredón, que semejaban gárgolas, animales y otras fantasmagorías de una procedencia acorde a lo que, posteriormente, caracterizó a ese lugar.
La única vez que logré ver su interior, fue a causa de una anciana que abrió de golpe la puerta de madera que lo preservaba a nuestros ojos, y vi hacia adentro. Una estatua de dragón, con un ojo de vidrio coloreado, me observó desde el descanso de la escalera. Giré el rostro y caminé cada vez más rápido hacia la esquina. No entiendo por qué me asusté tanto, el portazo me hizo saltar en el aire, y todos salimos a la disparada.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, nuestro país era otro con respecto al que fue en tiempos de las guerras civiles y de la independencia, así como del que hace décadas se obstina en ir transformándose. Más de la mitad de sus habitantes eran extranjeros o hijos de inmigrantes, que vivían y confiaban en el trabajo y en el progreso. Era común que muchas de las fortunas surgidas aquí rivalizaran con las europeas, y que los viajes de los argentinos se esperaran con entusiasmo en el viejo continente. Hablo de un periodo que engendró tantos aciertos como errores, y que nos fue constituyendo como esta nación que somos.
En esa época, por este barrio, habitaba un italiano, del que no sé si me llegó correctamente el nombre, pero bien pudo haber sido Benvenutto Anasagasti. Era un próspero inversor que en pocos años logró importantes ganancias, debido a sus negocios con la bolsa y el campo. Habituado a su buena suerte, esa confianza lo inclinaba a lo que él denominaba pensar en grande. Esta inclinación lo llevó a albergar su mayor ambición. Cuando su única hija, Margarita Anasagasti, alcanzó la edad que él consideraba apropiada para que fuese desposada –con la habilidad que lo caracterizaba en las transacciones comerciales– entendió que debía presentarle un reducido número de pretendientes, de los cuales el que se adelantara al resto lograría el corazón de la joven.
Una vez resuelta la justa, don Anasagasti, íntimo de Evaristo Ortiz del Campo, padre del flamante doctor en leyes, no tuvo inconvenientes en arreglar lo concerniente a los esponsales que unirían de por vida a los enamorados. Estos se realizarían en el mes de octubre, el último fin de semana del mes, y la fiesta tendría lugar en la residencia que años después sería denominada el palacio de los bichos.

Dos versiones tratan y alteran el por qué de la existencia de ese castillo en relación al casamiento. Una de ellas dice que Don Benvenutto lo mandó a construir como dote de su querida y futura heredera, otra dice que era su casa y que se usó porque de algún modo quería exhibir socialmente su poderío ante los nuevos parientes y las amistades que concurrirían a la mansión. A esa fiesta, de alguna manera, le correspondía, por naturaleza, transformarse en un espectáculo social. A diferencia de la familia Ortiz del Campo, a los Anasagasti les sobraba dinero, pero les faltaba eso que se llama alcurnia. No eran parte de la sociedad a la que anhelaban integrarse.
Tampoco concuerdan estos relatos sobre si los recién casados partieron con destino de viaje de bodas o si finalizada la reunión, el viaje era, simplemente, con dirección a la que debió ser su nueva casa. Ya nadie queda a quien interrogar y sólo restan preguntas que no hallarán respuesta.





miércoles, 29 de octubre de 2014

Entrada al jardín Capítulo Completo



Entrada al jardín





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Hay una voz que en sueños me repite las mismas palabras. Si éstas cambian, el sentido no varía. Me dice que hay que estar alerta, que la atención mayor debe estar dirigida a que los días de nuestra existencia no se vayan pareciendo unos a otros; que no deben perder su color, extraviarse en una superficie donde la mano no percibe más que un tejido liso, una trama opaca. Que cada día debe ser distinto al anterior. Debemos ser capaces de diferenciarlos, no debemos resignarnos a lo turbio ni a lo gris, a lo que extravía el nombre. Si eso no sucede, si ninguna seña, rasgo o emblema, se hace notorio, y si en esa sucesión indefinida dejamos de discernir las formas del tiempo, aunque no lo sepamos, si eso ocurre, es porque hemos muerto.
No importa que el cuerpo respire. Eso es un detalle. La que no respira es el alma, porque nos han robado los días y con los días se llevaron el resplandor de la noche, la sombra que trae consigo el sol.

No despierto. Nunca despierto después de oír esa voz. A veces es la voz de una mujer, otras la de un hombre. Sigo durmiendo y soñando. Sé que lo hago, aunque no siempre recuerde lo sucedido. Pero sé que mi mente, o lo que sea que está en mí, me retiene en ese país del sueño. El mensaje proviene de mi interior, no hay duda. Es lo que necesito que me digan, que al menos me susurren y –como nadie sabe esto, como parece que a nadie le interesa– soy yo quien se aviene a mi encuentro y me confiesa esa verdad.

No sé dónde he estado. Dónde ha estado nadie. Dónde estuvieron los otros. No sé si lo que ha sucedido era lo correcto, si al menos es bueno para alguien o si a alguien le ha servido. Pero sé que ha sido así y que ya no será de otro modo.
Cada día debe tener su propia luz, su rostro, su huella; esa marca que lo haga único, que lo ilumine. No debo entregarme a una sucesión indefinida de formas idénticas que desfilan ante mí y ante lo que amo. La creación es la tierra sin límites que nos sana.
Quizá lo sabía desde chica, quizá me lo han enseñado de pequeña y lo olvidé y ahora recupero la sabiduría perdida. No sé. En las noches duermo y oigo esa voz.
Querría dormir tu sueño ahora y que la oyéramos juntas. No sé qué tan lejos o cerca permaneces. Ése es mi deseo en esta hora, que oigamos esa voz, juntas. Sólo necesitaba confesártelo, enamorada.



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Me crié acá, en esta antigua casona de Villa del Parque. Crecí mirando desde esta ventana los mismos árboles que ahora observo. El pino que se eleva alto, como si nada pudiera evitar su ascenso, en la cercanía de lo que era la casa de Doña Antonia y Don Gervasio, y que hace años se ha convertido en un edificio de varias plantas, que nos mezquina la luz. Ahí están el limonero y el naranjo del fondo, cerca de lo que fue mi cuarto propio; no mi dormitorio, mi dormitorio quedaba a metros de donde estoy ahora.
Recuerdo a papá los domingos observando como estaban sus troncos –así los llamaba, así nombraba a los árboles–, purgándolos de las pestes, de los bichos y de las hormigas. Y veo a mamá cerca de las plantas. Les dedicaba horas todos los días. Ella no trabajaba. Sólo daba clases de piano a dos o tres alumnas. Era un gusto. Decía que la mantenían activa.
El tiempo transcurría en esta tierra, entre estas altas paredes, con muebles macizos, fuertes, con una vajilla que nadie recordaba quién la había adquirido, con manteles bordados, con copas de cristal, con cuadros y gobelinos distribuidos a los costados y sobre la pared de la gran sala, frente al espejo que todo lo veía.
A veces, de pequeña, creí que nosotros sólo éramos siluetas, personajes, que el espejo soñaba para su divertimento y distracción. Ahí aparecíamos y nos esfumábamos a la hora de la comida, en las reuniones, cuando algo importante debía tratarse. Sus límites eran los límites de la familia en pleno. Con los años supe que no, que afuera también estaba la vida. Aunque esa idea de ser sólo un reflejo, una superficie incompleta, de alguna manera debe haber crecido y se debe de haber desarrollado en mi interior.

La ventana es la misma. Cuando la casa fue remodelada sólo se limpió de la madera las capas de pintura que se habían ido superponiendo. Me agrada como quedó, al natural. Apenas con una mano de barniz que la defiende de la intemperie, de la lluvia, del aire y del sol.
La acaricio como si fuera un juego. Vuelvo mi mano sobre esa superficie una y otra vez. La trato como si fuera un cuerpo al que amo y he amado siempre.
Miraba hacia el jardín y sobre el marco fui grabando iniciales mayúsculas. Esculpí una M grande como sus ojos, una R que no sé si es recuerdo o soledad, y una L que puede ser mi nombre u otra cosa. Otra cifra, una clave. No sé por qué lo fui haciendo. No haría eso. Nunca he hecho algo semejante a lo que ahora hago.

Parece que esos pájaros que cantan son los mismos de aquel entonces, que no han partido nunca, que el jardín les ha otorgado una inmortalidad a la que muchos seres humanos aspiramos. El sol crea un reflejo dorado en ese mundo vegetal, y sonrío, como si fuera feliz.
Dejo a un lado el buril, una espátula y este pequeño martillo con los que he trabajado, y me friego los ojos. Siento un leve cansancio que me recorre el cuerpo, pero a la vez ese cansancio me relaja.

Distraída, me interrogo a mí misma porque necesito saber qué es lo que hace que llevemos tanta ruina dentro de nosotros. De que no perdure lo que consideramos valioso y sin embargo lo otro resista la mudanza, los cambios que esta danza de la muerte esparce igualando.

Da la impresión de que en horas comenzará a llover. El aire está caldeado, es más espeso, más denso que en otros días. Cuesta respirar. Cuando esto sucede percibimos aquello hacia lo que habitualmente somos indiferentes. Sin embargo, eso siempre está sucediendo. No se detiene, lo que se detiene es nuestra percepción.

Vienen a la memoria tardes en que llevo puesto un vestido con flores. Marga las ha pintado a mano. Son motivos eslavos, tonos pasteles y alegres. En un sitio se une la filigrana que logró su mano y en otro se separa. Cuando me pongo ese vestido me da por bailar en la sala, sin música, a bailar sola. La obediencia a un ritmo externo me afectaría. Sería una prisión, no sería la libertad. Bailo mi música, eso es lo que bailo. Danzo e imagino diálogos. Y de repente me detengo, me siento sobre la alfombra y me estiro a lo largo de ella, me recuesto hasta tocar con la cabeza la madera de un mueble, una silla, las patas de una mesa. No importa qué mueble es, no importa dónde me he dejado caer. Y siento que el mundo retorna. Y retorno a ese juego al que no le he puesto nombre y no he compartido, no por avaricia, ni por incapacidad, sino porque no me pertenece, es una magia en la que me sumerjo, en la que me dejo ir, aunque esa magia no sea mía. Yo no soy la que decide. Surge de mí, pero es ella la que esparce en mi cuerpo su dominio.
Quizá no sea suficiente lo que digo. No debería confesarse ni siquiera esto. También es parte del misterio abrir los labios frente al espejo y verse como nadie nos ha visto.

Hoy no me he puesto el vestido que en esa primavera pintaste para mí. Sólo miró hacia el jardín, aguardando que la lluvia, con su cuerpo de agua, diluya y se lleve consigo lo que está en el aire. Hoy sólo espero, hoy no bailo, hoy no es uno de esos días.




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La primera imagen que conservo de vos es la de tu rostro, en una tarde de aquel verano. Llovía y entraste empapada al salón que daba al jardín, el de los grandes ventanales. Era sábado y estábamos reunidos en la casa de Jorge, para tratar no sé qué tema sobre las modificaciones en el edificio de Artes. Quizá fuera una excusa para que comiéramos algo entre todos, y que cada uno hiciera gala de sus trabajos y de sus proyectos. Ésa era en parte nuestra forma de ser. Encerrados en nuestra rutina, nos considerábamos especiales, distintos al resto de las personas. Nadie lo proclamaba abiertamente, pero lo exhibíamos en nuestras frases y en nuestros hábitos, en la manera cómo nos referíamos a lo que no pertenecía a nuestro universo.

Me volví cuando oí abrirse la puerta de la sala. Te observé. Sacudías el agua de tu pelo y de tu ropa. Te pasabas una mano con ligereza, y los cabellos se te venían encima. Volvías a lo mismo, y parecía que no ibas a poder salir de ese aguacero que se te había pegado al cuerpo. Estabas hermosa. No dejé de mirarte aún cuando el resto de los que estábamos ahí continuaba hablando y moviéndose, con otras preocupaciones, mencionando aulas, números, paredes, nombrando colores, objetos que ya nada significaban para nosotras. Me estabas mirando. Lo presentí.

Cuando cesó ese chaparrón, por un momento dejamos nuestros lugares y fuimos en grupo hacia afuera. Los arabescos de las copas mitigaban la luz del sol, que regresaba con mayor intensidad. La vegetación aislaba el aire que envolvía a los que permanecíamos en ese corredor, entre los rosales y las otras plantas.
No intercambiamos demasiadas palabras. Las justas, las precisas. Creo que a lo largo de estos años siempre fue así. Nunca fuimos de hablar de más. Nuestros silencios a veces eran de días, semanas; tal vez por eso ahora no percibo la diferencia. Estás a mi lado, yo cada tanto digo alguna tontera, irrumpo en risas, te comento algo, y el día continúa con su rutina, con su luz y sus sombras.
Pero esa tarde me atreví a tocar tu mano cuando sujetabas una correa gastada que caía hacia las baldosas rojizas. Te quedaste quieta, giraste apenas el rostro y vi tus ojos. Creo que fue la primera vez que te llamé por tu nombre.

En este estado sé que no soy capaz de apreciar las diferencias entre ese ayer y hoy. Un leve frío, por instantes, me recorre el cuerpo cuando me animo a dar un paso hacia adelante. Es la sensación de que algo que está entre nosotras se delata, que quiere hablarme. Y simulo que eso no debe ser dicho, que no es el momento, que ese frío en mi espalda, en mi cuerpo, en todo mi cuerpo, debe retirarse a una tierra que no es ésta, porque vos estás ahí, estás a mi lado, y tengo mucho que contarte, mucho, y no conozco el tiempo que nos queda, y no sé si algo que provenga de mí puede dar un paso a favor en la batalla que nos sujeta.

Vengo de un mundo. Voy hacia otro. Y en ambos extremos mi deseo es hallarte. Te descubrí una tarde de estío en que tu nombre aún no era nada para mí y volveré a encontrarte.



El castillo de los bichos 1




El castillo de los bichos







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Recuerdo la primera noche que me acompañó a casa.
Recién haría dos o tres meses desde que había decido dejar mi departamento y trasladarme a la antigua casona de mis padres. Ellos habían fallecido en un accidente viniendo por la ruta 9, luego de unas vacaciones en Córdoba. Heredera y única hija, tuve que enfrentarme a los peores trámites en el momento más difícil. Pero no es de este dolor del que vengo a hablarles. La casa estuvo vacía largos meses, hasta que decidí el regreso a ella. Entre sus paredes sentí que ellos iban a estar más cerca de mí, de lo que yo había sido y de lo que era.
Si bien en los últimos años me mostré algo distante, siempre consideré la presencia de ambos esencial para mi vida. Las decisiones trascendentes, tanto si eran sobre mis afectos o si estaban referidas a mi carrera, las conversaba con ellos.
No digo que sus opiniones –esa visión que ahora aprecio más cercana a la mía– no me interesaran; pero eso no era lo decisivo. Al fin, yo procedía según lo que entendía correcto, haciendo a un lado lo que me dijera el mundo. La clave era la compañía de ellos. Ese estar juntos era más que una guía, que un manual de conducta, eso que desde aquel accidente se extravió para siempre. Lo que extrañaba y me hacía falta, lo que sabía que nada lo remediaría jamás.


Esa noche, Marga estaba conmigo. De alguna manera aún era una niña, apenas pasaba los veinte años y en algunos gestos conservaba un aire colegial. Era una noche de invierno, fría y ventosa. Había ido con el auto, que recién me habían entregado esa semana, y se me ocurrió que, antes de dirigirnos a la casa, realizáramos un breve recorrido por aquellas construcciones, que para mí eran las más pintorescas y atractivas de Villa del Parque. Veníamos del centro y fui contándole lo que sabía sobre Agronomía, sobre el viejo Club Comunicaciones, sobre los antiguos bailes de carnaval, hasta que con el coche tomé por Cuenca. La arteria principal de mi barrio descansaba bajo sus árboles que, aún pobres en follaje, debido a la estación en la que estábamos, cerraban la vista hacia las alturas, allí donde comenzaban las casas de alto, por encima de los locales de la zona comercial. Ese diseño urbano distinto a otros, siempre me había resultado una nota singular, que distinguía a Villa del Parque del resto de los barrios y de otras zonas de la ciudad, crecidas a otro ritmo desde los años de mi niñez y juventud.

Di una extraña vuelta y paré frente a la estación del ferrocarril San Martín. Marga me comentó que nunca había estado por acá. Ella era de zona Norte, y parecía que sus mayores travesías pasaban por Avenida Cabildo y los viajes al centro, viajes en la mayoría de las ocasiones por estudio o debido a su sistemática visita semanal a las exposiciones, sin que importara el artista, la corriente o la técnica. Ella debía estar en los estrenos, en las inauguraciones. Ver todo lo que había para ver. No quería perderse la novedad, ni la historia. Hábito que la llevó a conocer más que a muchos de nosotros juntos.

Salí de Cuenca y giré por Tinogasta, para después de unas vueltas retomar por Pedro Lozano. Quería llegar ahí. Estar en ese sitio, aunque no tenía claro el motivo. Detuve el coche frente a la estación, en el cordón de la Parroquia Santa Ana, frente a los locales que se desperdigaban a continuación de las instalaciones de la estación de trenes. No sé por qué le empecé a contar de mis domingos en la escuela, de la catequista, de los conciertos con los coros que venían de otros colegios, de otras parroquias.
En un instante callé, vi que me miraba. Nada de eso le interesaba, ése nunca había sido su mundo y hacía tiempo que tampoco era el mío. Pero los pocos años que nos separaban y la historia personal, creaban esa diferencia. Se me ocurrió hablarle de la fachada, de lo bien conservada que estaba gracias a los trabajos constantes de restauración y mantenimiento, de las graderías y del atrio, de esa arquitectura sagrada que enmudecía ante nosotras. Entonces, con energía, exclamó:

  – ¡Todas las iglesias son iguales! Ves una y viste todas. –Respiró hondo y dio a mover las manos, con rápidos ademanes. Estaba alterada.– Nunca les encontré algo llamativo, cuando entré a la primera sentí que había ingresado a todas. Desde ese momento, ninguna me sorprendió ni despertó mi interés.

  Calló y me observó. Duró un instante y me aproximé. Fue la primera vez que la besé a gusto. Nadie nos limitaba. Sólo vi a un grupo de chicos que, por sus bolsos y ropa de gimnasia, parecían regresar de un partido de fútbol. Iban a varios metros. La besé suavemente, cada vez con mayor intensidad. Se recostó sobre su asiento. Recuerdo que me separé para contemplarla. Adivinaba sus formas en la oscuridad, mientras mis manos descubrían su cuerpo y su boca, que se abría a mi lengua y al ímpetu de mi cuerpo que buscaba el suyo.
  Encendí el auto, le arreglé el cabello. Percibí su agitación. Decidí que era el momento de que fuéramos hacia mi casa. Era tarde y la deseaba. Pero no quise dejar de mostrarle lo que de alguna manera daba mayor prestigio a nuestro barrio, y seguí por Lozano hasta el cruce de barreras de Campana. Giré el auto y lo estacioné frente a lo que desde pequeña había oído llamar la casa embrujada, el palacio de los bichos.
  Le tomé una mano. Se hundió algo más en el asiento. Creyó que volvería a besarla. Le pasé mi mano sobre el rostro y, aún con la baja temperatura que hacía afuera, le dije que saliéramos, que tenía una historia que contarle. Descendimos, me tomó del brazo y se apretó a mi cuerpo. Por la hora y el frío, no había nadie merodeando.




martes, 28 de octubre de 2014

Entrada al jardín 3




Entrada al jardín





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La primera imagen que conservo de vos es la de tu rostro, en una tarde de aquel verano. Llovía y entraste empapada al salón que daba al jardín, el de los grandes ventanales. Era sábado y estábamos reunidos en la casa de Jorge, para tratar no sé qué tema sobre las modificaciones en el edificio de Artes. Quizá fuera una excusa para que comiéramos algo entre todos, y que cada uno hiciera gala de sus trabajos y de sus proyectos. Ésa era en parte nuestra forma de ser. Encerrados en nuestra rutina, nos considerábamos especiales, distintos al resto de las personas. Nadie lo proclamaba abiertamente, pero lo exhibíamos en nuestras frases y en nuestros hábitos, en la manera cómo nos referíamos a lo que no pertenecía a nuestro universo.

Me volví cuando oí abrirse la puerta de la sala. Te observé. Sacudías el agua de tu pelo y de tu ropa. Te pasabas una mano con ligereza, y los cabellos se te venían encima. Volvías a lo mismo, y parecía que no ibas a poder salir de ese aguacero que se te había pegado al cuerpo. Estabas hermosa. No dejé de mirarte aún cuando el resto de los que estábamos ahí continuaba hablando y moviéndose, con otras preocupaciones, mencionando aulas, números, paredes, nombrando colores, objetos que ya nada significaban para nosotras. Me estabas mirando. Lo presentí.

Cuando cesó ese chaparrón, por un momento dejamos nuestros lugares y fuimos en grupo hacia afuera. Los arabescos de las copas mitigaban la luz del sol, que regresaba con mayor intensidad. La vegetación aislaba el aire que envolvía a los que permanecíamos en ese corredor, entre los rosales y las otras plantas.
No intercambiamos demasiadas palabras. Las justas, las precisas. Creo que a lo largo de estos años siempre fue así. Nunca fuimos de hablar de más. Nuestros silencios a veces eran de días, semanas; tal vez por eso ahora no percibo la diferencia. Estás a mi lado, yo cada tanto digo alguna tontera, irrumpo en risas, te comento algo, y el día continúa con su rutina, con su luz y sus sombras.
Pero esa tarde me atreví a tocar tu mano cuando sujetabas una correa gastada que caía hacia las baldosas rojizas. Te quedaste quieta, giraste apenas el rostro y vi tus ojos. Creo que fue la primera vez que te llamé por tu nombre.

En este estado sé que no soy capaz de apreciar las diferencias entre ese ayer y hoy. Un leve frío, por instantes, me recorre el cuerpo cuando me animo a dar un paso hacia adelante. Es la sensación de que algo que está entre nosotras se delata, que quiere hablarme. Y simulo que eso no debe ser dicho, que no es el momento, que ese frío en mi espalda, en mi cuerpo, en todo mi cuerpo, debe retirarse a una tierra que no es ésta, porque vos estás ahí, estás a mi lado, y tengo mucho que contarte, mucho, y no conozco el tiempo que nos queda, y no sé si algo que provenga de mí puede dar un paso a favor en la batalla que nos sujeta.


Vengo de un mundo. Voy hacia otro. Y en ambos extremos mi deseo es hallarte. Te descubrí una tarde de estío en que tu nombre aún no era nada para mí y volveré a encontrarte.





lunes, 27 de octubre de 2014

Entrada al jardín 2





Entrada al jardín




2


Me crié acá, en esta antigua casona de Villa del Parque. Crecí mirando desde esta ventana los mismos árboles que ahora observo. El pino que se eleva alto, como si nada pudiera evitar su ascenso, en la cercanía de lo que era la casa de Doña Antonia y Don Gervasio, y que hace años se ha convertido en un edificio de varias plantas, que nos mezquina la luz. Ahí están el limonero y el naranjo del fondo, cerca de lo que fue mi cuarto propio; no mi dormitorio, mi dormitorio quedaba a metros de donde estoy ahora.
Recuerdo a papá los domingos observando como estaban sus troncos –así los llamaba, así nombraba a los árboles–, purgándolos de las pestes, de los bichos y de las hormigas. Y veo a mamá cerca de las plantas. Les dedicaba horas todos los días. Ella no trabajaba. Sólo daba clases de piano a dos o tres alumnas. Era un gusto. Decía que la mantenían activa.
El tiempo transcurría en esta tierra, entre estas altas paredes, con muebles macizos, fuertes, con una vajilla que nadie recordaba quién la había adquirido, con manteles bordados, con copas de cristal, con cuadros y gobelinos distribuidos a los costados y sobre la pared de la gran sala, frente al espejo que todo lo veía.
A veces, de pequeña, creí que nosotros sólo éramos siluetas, personajes, que el espejo soñaba para su divertimento y distracción. Ahí aparecíamos y nos esfumábamos a la hora de la comida, en las reuniones, cuando algo importante debía tratarse. Sus límites eran los límites de la familia en pleno. Con los años supe que no, que afuera también estaba la vida. Aunque esa idea de ser sólo un reflejo, una superficie incompleta, de alguna manera debe haber crecido y se debe de haber desarrollado en mi interior.

La ventana es la misma. Cuando la casa fue remodelada sólo se limpió de la madera las capas de pintura que se habían ido superponiendo. Me agrada como quedó, al natural. Apenas con una mano de barniz que la defiende de la intemperie, de la lluvia, del aire y del sol.
La acaricio como si fuera un juego. Vuelvo mi mano sobre esa superficie una y otra vez. La trato como si fuera un cuerpo al que amo y he amado siempre.
Miraba hacia el jardín y sobre el marco fui grabando iniciales mayúsculas. Esculpí una M grande como sus ojos, una R que no sé si es recuerdo o soledad, y una L que puede ser mi nombre u otra cosa. Otra cifra, una clave. No sé por qué lo fui haciendo. No haría eso. Nunca he hecho algo semejante a lo que ahora hago.

Parece que esos pájaros que cantan son los mismos de aquel entonces, que no han partido nunca, que el jardín les ha otorgado una inmortalidad a la que muchos seres humanos aspiramos. El sol crea un reflejo dorado en ese mundo vegetal, y sonrío, como si fuera feliz.
Dejo a un lado el buril, una espátula y este pequeño martillo con los que he trabajado, y me friego los ojos. Siento un leve cansancio que me recorre el cuerpo, pero a la vez ese cansancio me relaja.

Distraída, me interrogo a mí misma porque necesito saber qué es lo que hace que llevemos tanta ruina dentro de nosotros. De que no perdure lo que consideramos valioso y sin embargo lo otro resista la mudanza, los cambios que esta danza de la muerte esparce igualando.

Da la impresión de que en horas comenzará a llover. El aire está caldeado, es más espeso, más denso que en otros días. Cuesta respirar. Cuando esto sucede percibimos aquello hacia lo que habitualmente somos indiferentes. Sin embargo, eso siempre está sucediendo. No se detiene, lo que se detiene es nuestra percepción.

Vienen a la memoria tardes en que llevo puesto un vestido con flores. Marga las ha pintado a mano. Son motivos eslavos, tonos pasteles y alegres. En un sitio se une la filigrana que logró su mano y en otro se separa. Cuando me pongo ese vestido me da por bailar en la sala, sin música, a bailar sola. La obediencia a un ritmo externo me afectaría. Sería una prisión, no sería la libertad. Bailo mi música, eso es lo que bailo. Danzo e imagino diálogos. Y de repente me detengo, me siento sobre la alfombra y me estiro a lo largo de ella, me recuesto hasta tocar con la cabeza la madera de un mueble, una silla, las patas de una mesa. No importa qué mueble es, no importa dónde me he dejado caer. Y siento que el mundo retorna. Y retorno a ese juego al que no le he puesto nombre y no he compartido, no por avaricia, ni por incapacidad, sino porque no me pertenece, es una magia en la que me sumerjo, en la que me dejo ir, aunque esa magia no sea mía. Yo no soy la que decide. Surge de mí, pero es ella la que esparce en mi cuerpo su dominio.
Quizá no sea suficiente lo que digo. No debería confesarse ni siquiera esto. También es parte del misterio abrir los labios frente al espejo y verse como nadie nos ha visto.

Hoy no me he puesto el vestido que en esa primavera pintaste para mí. Sólo miró hacia el jardín, aguardando que la lluvia, con su cuerpo de agua, diluya y se lleve consigo lo que está en el aire. Hoy sólo espero, hoy no bailo, hoy no es uno de esos días.



domingo, 26 de octubre de 2014

Entrada al jardín 1



Entrada al jardín




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Hay una voz que en sueños me repite las mismas palabras. Si éstas cambian, el sentido no varía. Me dice que hay que estar alerta, que la atención mayor debe estar dirigida a que los días de nuestra existencia no se vayan pareciendo unos a otros; que no deben perder su color, extraviarse en una superficie donde la mano no percibe más que un tejido liso, una trama opaca. Que cada día debe ser distinto al anterior. Debemos ser capaces de diferenciarlos, no debemos resignarnos a lo turbio ni a lo gris, a lo que extravía el nombre. Si eso no sucede, si ninguna seña, rasgo o emblema, se hace notorio, y si en esa sucesión indefinida dejamos de discernir las formas del tiempo, aunque no lo sepamos, si eso ocurre, es porque hemos muerto.
No importa que el cuerpo respire. Eso es un detalle. La que no respira es el alma, porque nos han robado los días y con los días se llevaron el resplandor de la noche, la sombra que trae consigo el sol.

No despierto. Nunca despierto después de oír esa voz. A veces es la voz de una mujer, otras la de un hombre. Sigo durmiendo y soñando. Sé que lo hago, aunque no siempre recuerde lo sucedido. Pero sé que mi mente, o lo que sea que está en mí, me retiene en ese país del sueño. El mensaje proviene de mi interior, no hay duda. Es lo que necesito que me digan, que al menos me susurren y –como nadie sabe esto, como parece que a nadie le interesa– soy yo quien se aviene a mi encuentro y me confiesa esa verdad.

No sé dónde he estado. Dónde ha estado nadie. Dónde estuvieron los otros. No sé si lo que ha sucedido era lo correcto, si al menos es bueno para alguien o si a alguien le ha servido. Pero sé que ha sido así y que ya no será de otro modo.
Cada día debe tener su propia luz, su rostro, su huella; esa marca que lo haga único, que lo ilumine. No debo entregarme a una sucesión indefinida de formas idénticas que desfilan ante mí y ante lo que amo. La creación es la tierra sin límites que nos sana.
Quizá lo sabía desde chica, quizá me lo han enseñado de pequeña y lo olvidé y ahora recupero la sabiduría perdida. No sé. En las noches duermo y oigo esa voz.
Querría dormir tu sueño ahora y que la oyéramos juntas. No sé qué tan lejos o cerca permaneces. Ése es mi deseo en esta hora, que oigamos esa voz, juntas. Sólo necesitaba confesártelo, enamorada.









Amor en Baires Una novela de Héctor Alvarez Castillo

En este blog 
iremos subiendo 
en forma regular
la novela 
"Amor en Baires. 
Memorias de mi enamorada"
de Héctor 
Alvarez Castillo









En esta entrada va el Sumario y el inicio de la novela:




Amor en Baires


Memorias de mi enamorada



Dedicada a Reynaldo Arenas



No a todo alcanza Amor pues que no puede
romper el gajo con que Muerte toca.
Más poco Muerte logra
si en corazón de Amor su miedo muere.
Más poco Muerte logra, pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.
Que Muerte rige a Vida; Amor a Muerte.



Macedonio Fernández,

Creía yo.




Sumario

Entrada al jardín
El castillo de los bichos
La diferencia
Nosotras
Vacaciones en Reta
El destino
El enfermo imaginario
Viaje a la frontera
Mamá Linda
Las aguas que van a la mar
Roual
Lo que nos hace humanos
El camino de ida
Los límites de la razón
Despedida