Por lo que a mi abuelo le contó su padre, la
noche no invitaba a nada. El día había sido lluvioso y la tormenta no amainó
hasta después de los sucesos. El tiempo había hecho que Don Anasagasti tuviera
que modificar algunos planes para la gran fiesta que iba a brindar en honor a
la flor de su vida, su amada Margarita. Pero las salas y dependencias del
palacio podían albergar sin inconvenientes a los selectos invitados que asistirían
al banquete.
Se hace difícil el relato de la fiesta. Sólo
nos queda imaginarnos las conversaciones, los entretenimientos, la orquesta
ejecutando la música de aquel tiempo, los jóvenes y los mayores haciendo, en
cada grupo, de las suyas; con un dejo de libertad los primeros, con mayores
pretensiones los segundos. Los seres humanos no hemos variado demasiado en
nuestros hábitos al momento de la diversión. Sólo agregamos un disfraz sobre
otro disfraz, una máscara sobre otra máscara. Dejamos la de ayer y tomamos la
de hoy, y cada máscara, cada disfraz, nos parecen nuevos.
Algo hizo, sin embargo, que las voces de esa
noche continuaran escuchándose.
Cuando los novios estaban por partir, un
poderoso destello cayó sobre el para-rayos de la cúpula, hizo tambalear la casa
y enmudeció por un instante a todos los concurrentes. Luego de eso, la orquesta
retomó el ritmo mientras la lluvia arreciaba fuera de la casa. El temor o un
presentimiento hicieron que el padre –sin ser consciente de lo que animaba sus
actos– intentara impedir que la pareja se retirara de la fiesta. Quiso
detenerlos, que permanecieran en la mansión. Era cuestión de aguardar un cuarto
de hora, tal vez algo más, no demasiado. Pero la algarabía que agitaba el humor
de los que festejaban a gritos, en medio de abrazos y brindis, los valses que
no cesaban de oírse, no le permitió a don Benvenutto sujetar el brazo de su
hija y hacerla a su lado, al menos por algunos minutos más, por esos instantes
que hicieron falta.
Alguien
por allí bromeó fuerte:
–
¡Don Anasagasti, ya no es suya! ¡Déjela ir, hombre! –a
lo que el italiano frunció el ceño, pero no tuvo más opción que abrir sus manos
y soltarla. La besó en la mejilla y la trajo nuevamente hacia él, la abrazó con
fuerza y luego los vio salir, cubiertos por los sirvientes. El agua caía como
si fuera un torrente desbocado que se hacía camino sobre el barrio. Así arrancó
el coche hacia las vías del tren, apenas divisando el destino y el cruce de
barreras.
Los invitados, rápidamente, ascendieron junto
a la familia hacia los pisos altos, cada uno donde podía, apretujados en los
balcones que daban hacia el exterior del palacio. Nadie deseaba perderse el
espectáculo de la partida. Sacaron sus pañuelos, las damas lloraban con una
pasión que se sospechaba extinguida, los caballeros reían mientras continuaban
bebiendo y se palmeaban los hombros y la espalda. Llevados por el alcohol, la
música y el baile, esa masa humana se había convertido en una fraternidad prolongaba
por el lapso que durara la fiesta. Todos observaban hacia el mismo sitio,
saludando, agitándose, moviéndose en la embriaguez de un solo cuerpo. Pero
nadie previó lo que sucedería, la tragedia que estaba en el aire.
Se oyó un ruido seco y profundo, un ruido de
caverna. Y la imagen fue un centello de luz que ilumina a todos y calla. Una
formación que venía desde el interior, con destino Retiro, atropelló el carruaje
nupcial que transportaba a los novios. Los tomó por el medio del coche,
despedazando los cuerpos y arrastrando los caballos, animales salvajes que
gemían como bestias. Alguno pudo zafar; enloquecido, huyó a la carrera.
Fue una
escena terrible contemplada desde las alturas del palacio por esa gente que un
instante antes levantaba sus brazos y pañuelos, vivando en la despedida a la
joven pareja.
La formación, debido a la velocidad que
traía, se detuvo recién cientos de metros adelante, sobrepasando la estación de
Villa del Parque, con dirección a La Paternal. Sobre la máquina quedaban restos de
ropa, sangre, y el horror que se había instalado entre los pasajeros que
regresaban a la ciudad, luego de un viaje de negocios o descanso.
Don Anasagasti cayó sobre la alfombra que
había hecho traer de Flandes, con una mano sobre la cara y un gesto de espanto,
que fue recordado por meses o años entre los que se encontraban a su lado.
Ante la desgracia mayor, nadie percibió que
la madre de Margarita, la señora Epifanía Della Bianca, ascendió en silencio
hacia el torreón del palacio. Desde esa altura se dejó caer hacia el patio
interno, golpeó una pierna contra un árbol y dio con la cabeza contra el pasto.
Un alarido acompañó el descenso. El cuerpo continuó moviéndose por minutos; se
agitaba con la boca abierta, rodeado de aquellos invitados que, inicialmente,
intentaron auxiliarla. Doña Epifanía murió el mismo día que su hija se casaba y
era atropellada por un tren.